En la escena final de la película de 1975 El viento y el león (The Wind and the Lion) de John Milius, un excelente artesano que logró discretamente evocar en algunos momentos del filme los dramas épicos de David Lean, con la importante ayuda de la banda sonora de Jerry Goldsmith, una voz en off nos lee a los espectadores una carta de El León del Rif, El Raisuli, al presidente de los EE.UU. Theodore Roosevelt:
“Vos sois como el viento. Yo soy como el león. Vos formáis la tempestad, la arena me pica en los ojos y la tierra abrasa. Rujo de furia, pero no me escucháis. Hay una diferencia entre nosotros. Yo, al igual que el león, debo permanecer en mi sitio; mientras que vos, como el viento, jamás sabréis el vuestro”
Firmado: Muley Ahmed Mohamed El Raisuli, El Magnífico. Señor del Rif. Sultán de los Bereberes.
Tras evocar esta bellísima comparación entre el león y el viento, me gustaría dedicarle unas líneas a aquello que ejemplifica mejor que cualquier otra cosa el estado del alma que un nómada como Bruce Chatwin eligió para titular uno de sus libros: La anatomía de la inquietud. Estas líneas serán una brevísima anatomía de la inquietud por excelencia: los vientos, sobre todo aquellos que soplan desde África a Europa, desde los desiertos y las montañas de África que incendiaron la imaginación del niño que un día fui.
Imaginemos una Rosa de los Vientos. Los vientos, como el mar, unen a África y a Europa, en particular a África con España. La Tramontana sopla desde el norte. El Ostro, como su nombre indica (del latín auster, “sur”, de donde viene “Australia”) viene del sur. El viento de Levante, al que gracias al ardor guerrero del inefable ministro Trillo, a quien más le hubiera valido dedicarse precisamente a tirar de un trillo, ya siempre asociaremos al último esperpento colonial de España: la grotesca crisis de la Isla de Perejil (Leila para los marroquíes, quienes siempre llevaron sus cabras a pastar a esa isla, donde bien mirado, también pudo estar una de las dos Columnas de Hércules). “Al alba y con viento duro de Levante de 35 nudos”. No sé si estas refitoleras palabras recuerdan a una mala versión del Romance de Mariana Pineda de Lorca o a una versión casposa de la eminente y augusta prosa de Winston Churchill. Creo en verdad que his finest hour llegó con su taco desde el sillón de Presidente del Congreso de los Diputados. Tal vez esa combinación de aliento épico y de lenguaje de sargento chusquero le hizo merecedor del honor de representar los intereses del Reino de España ante la corte de Saint James (sí, debería decir “San Jacobo”, pero sonaría mal. Por el tipo de filete).
El Poniente sopla desde Occidente, desde donde se pone el sol, que es su morir (de occidere, “morir” o más bien “matar” en latín; cf. el italiano uccidere) hasta su nacimiento triunfal a la mañana siguiente por el Levante, tal vez acompañado, precisamente, de viento de Levante. El Gregal (o Grego), que si nos fiamos de su nombre, debería llegar desde Grecia, aunque la Rosa de los Vientos nos señala que sopla del noroeste. Un poco desportillada la geografía de este viento, la verdad.
Y de África del suroeste viene el Garbís o Árabe, el viento del Al–Gharb, que es viento del occidente del sur, viento de Poniente, pues eso significa, lo decimos una vez más, Al–Gharb en árabe Y en el Levante español y en las Islas Baleares –mis amigos marinos de esas latitudes me corregirán si me equivoco, que me equivocaré, porque no he navegado en mi vida ni conozco esas tierras ni sus vientos– Lebeche o Garbino o Xaloc, que es el nombre que recibe en catalán, porque tal vez no se le diferencia del viento del que voy a hablar a continuación.
Ese viento es el legendario Siroco o Jaloque (por el cine, por una película protagonizada por Humphrey Bogart, por los tebeos, por tantas, tantas cosas), o Africano, o Ábrego, que viene, obviamente, también desde África, pero un poco más desde el este y que a veces trae polvo del desierto que llega en forma de lluvia roja hasta las playas de Cornualles. Este viento en El Algarbe y en Portugal en general es denominado Xaroco. En el árabe de Levante (Líbano y Siria) es conocido como Shluq.
El Siroco podría tomar su nombre de la estrella Sírio (del griego Seiríos, “la que abrasa”, “la ardiente”). Por eso tal vez se llamó así al viento que soplaba en las semanas de la canícula, las más abrasadoras del año, desde donde salía la estrella Sirio y a su presunto lugar de procedencia, Siria.
A este viento en las arenas de la convulsa Libia, se le denomina El–Ghibli o Qibli, es decir que viene de la Qibla, la dirección hacia la que oran los musulmanes. No sé, otra vez la geografía resbala un poco, porque la Alquibla primero estuvo en dirección a Jerusalén (Al–Quds) y después hacia La Kaaba de La Meca (o Meca, como dice ahora todo el mundo, o los periódicos que son, junto con las tertulias de la televisión y la radio, especialmente las deportivas, los oráculos de nuestro tiempo). Los expertos en anemología (la ciencia, de hermoso nombre, que estudia los vientos; recomiendo la lectura del libro de Lyall Watson, Heaven’s breath) nos informan de que el Siroco es un viento que se origina debido a un proceso muy similar al que pone en marcha el conocido como efecto Foehn (o Föhn). Pero de ese viento, y del efecto que lo origina, hablaremos otro día. Cuando sepamos más sobre él.
El Siroco también es denominado Jugo (“Sur”, es decir “Viento Sur”, como en Santander, que vuelve, literal,ente locos a los pejinos) en los países de la antigua Yugoslavia: en Bosnia, en Serbia, en Macedonia, en Croacia, en Eslovenia, y en el resto de países eslavos. Y Jugo en el Adriático es el contra-viento de la Bora (de Boreas, “Norte” en griego, una divinidad por si fuera poco). Y también, tal vez por la impronta veneciana, en la costa del Adriático se lo conoce como La Calima. Al igual que en las Islas Canarias, donde se llama así a una bruma cargada de vapor de agua que impide en algunos días toda visibilidad. Nunca estuve en Las Islas Afortunadas (ahora que lo pienso, creo que nunca he estado en una isla) pero he contemplado la calima desde un rompeolas en Rabat y ya nunca podré olvidarla.
Hay más vientos que cruzan el Mediterráneo y nos recuerdan –por si nos hiciera alguna falta– que el sur también existe y que en el sur está África, a quienes soñamos con ella, como Javier Reverte en su Sueño de África, con los juegos africanos de Beau Geste y de Ernst Jünger, con sus desiertos y con sus montañas (En las montañas de África, de Emilio Salgari) y sus milenarios alcázares, aduares, medinas y alcazabas. Pero eso es ya materia de otro microrrelato léxico. Mal d’Africa.