“Every word owes its existence to an individual act of creativity”, escribió en cierta ocasión Anatoly Liberman, el especialista en etimología a quien más admiro. Su sabiduría y rigor son insondables, y además sin estar reñido con la claridad y la amenidad: sus libros y los artículos que publica todos los jueves en su blog son divertidos, instructivos; no tratan de apabullar al personal. Además estoy de acuerdo con él en una de sus proverbios favoritos: no existe novela más apasionante que un diccionario. En otro artículo hablaré del último que he descubierto. Una gran novela, del aliento de Guerra y Paz.
Hoy comenzaremos este artículo con la idea de Liberman que apuntaba al principio. “Cada palabra debe su existencia a un acto individual de creatividad”. Impecable. Inmejorable. Pero sobre todo, irrebatible. Humildemente me gustaría añadir que además siempre hay una primera vez en que unos ojos humanos contemplan una realidad que nunca habían visto antes; de esa circunstancia procede la necesidad de nombrarla con una palabra que esa experiencia humana ya conocía porque había nacido, recordemos, por mor de un acto individual de creatividad. Acto fundacional por antonomasia.
Ese nombrar lo nuevo con una palabra vieja es otro acto olímpico de creatividad. Sáhara, el desierto por antonomasia. Visto con otros ojos no deja de ser un océano enorme. ¿Y qué hay cuando termina el océano? La costa. Así, con esa bellísima metáfora, los árabes ―mejor dicho un árabe, como el soldado de Jenofonte que al ver el Ponto Euxino grito “El mar, el mar” (ta thálata, ta thálata)― llegados desde Oriente, o mejor dicho: primero de Oriente y después tomaron rumbo al sur (es decir, una katabasis), denominaron a la costa que vieron ante sus ojos después de atravesar por primera vez ese océano: el Sahel, sāḥil, pues para ellos esa zona árida con su escasa vegetación que confinaba con el gran desierto les recordaba las costas de los mares que ya habían conocido en su peregrinar desde los desiertos de Arabia.
Pero hay más costas a las que llegaron los árabes, en especial los árabes del mar a los que dedicó un libro bellísimo Jordi Esteva. Aquellos herederos de Simbad, el Ulises del Golfo Pérsico o Golfo Arábigo (todo depende de la orilla desde la que se mira esa lengua del Mar de Omán o del Océano Índico ―idem de lienzo― que se adentra hasta la desembocadura del Shat-el-Arab, la confluencia de los ríos de Mesopotamia, el Tigris y el Éufrates), llegaron aprovechando la cadencia anual de los vientos hasta las costas meridionales africanas del Océano Índico. Y claro, lo llamaron, sāḥil, “la costa”, mejor dicho, en plural, Sawahil, “las costas”, y ellos, se denominaron así mismos Swahili, “los de la costa”, “los costeños”.
Su mestizaje con las poblaciones locales, que no excluyó el tráfico de esclavos hasta los reinos de la Península Arábiga, dio lugar a una civilización interesantísima, que ha llegado hasta nuestro días, cuyo medio de expresión es una lengua homónima perteneciente a la rama Bantú de la familia de las lenguas del Níger y del Congo, pero con la peculiaridad de que está llena de léxico árabe: el suajili, pues así está ya aceptada la palabra, adoptada como préstamo desde el inglés swahili, por el diccionario de la RAE.
Esa lengua, hoy hablada por millones de personas en muchos países africanos, se acabó convirtiendo en la más importante lingua franca de África (y una de las más importantes de toda Europa, como dice un amigo mío con la corrosiva lengua que el creador le concedió), y es primera o segunda lengua de muchos habitantes de Kenia, de Tanzania, del Congo, de la región de los grandes lagos (Ruanda, Burundi, Malawi) y de otros países africanos, pues para eso sirve una lingua franca: para poder viajar y entablar contacto con personas de otras tierras que no hablan nuestra lengua y, sobre todo, poder comerciar.
El suajili incluso le ha hecho, generosamente, algún préstamo léxico a nuestra lengua. ¿A sí?, se preguntarán. Pues ahí van algunos ejemplos que forman parte de nuestra cultura general (sólo es necesario haber visto las películas de Tarzán de niño): simba, para llamar al Rey de la Selva (aunque ahí El Rey León nos ha echado un mano a todos); safari, del árabe safr, “viaje”; bwana, “hombre blanco”, “líder”; jambo, “elefante”. Y, por favor, no lo olvidemos nunca, hakuna matata, “no te preocupes”.
Qué útil puede llegar a ser hablar un poco de suajili. Incluso en Europa.
Reblogueó esto en La morada de la melancolía.
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