[Hoy, 26 de febrero de 2016, se cumplen 40 años del abandono del Sahara –y de los saharauis– por parte de España]
El Sáhara. Hay muchos sáharas y no todos están en África, porque sáhra es la palabra árabe para designar al desierto. Por lo tanto el “Desierto del Sáhara” es un ejemplo académico de pleonasmo o redundancia. Sería más correcto denominarlo como hacen los beduinos: As-sahra’ al-kubra, “el gran desierto”. Sahara es la forma plural y la etimología de la palabra es un adjetivo asharu que da nombre a una variedad de color: un rojo amarillento bajo determinada luz. Toda palabra es pura descripción, y la palabra sahra no es una excepción: hace referencia al color de la arena del desierto.
Sin embargo, para muchos españoles de una cierta edad, el sintagma El Sáhara sólo tiene una acepción, una evocación: es nuestro Sáhara, la provincia española que se creó en 1958 tras la unión de los territorios de Saguia el Hamra y Río de Oro. El Sáhara Español, Al-Ṣaḥra’a Al-Isbaniyya, en árabe, lengua que, aunque no tenga ese reconocimiento constitucional, también es lengua de España, pues hay muchos españoles que la tienen como lengua materna.
El Sáhara, nuestro Sáhara, donde tantos españoles hicieron su servicio militar en la experiencia más exótica de sus vidas, por no decir la única experiencia exótica de su vida (se podía hacer la mili en Ceuta, en Melilla y en el resto de Plazas de Soberanía, en Regulares, en La Legión o Tercio; pero no era lo mismo que hacerla con las Tropas Nómadas. Eso sí que eran Juegos Africanos, eso sí que era de Beau Geste o Beau Sabreur). Cuando veo a algún hombre de una cierta edad de mi tierra, por tanto no sujeto a la moda imperante en estos tiempos, que aun y todo lleva orgulloso un tatuaje, pienso automáticamente: ese señor hizo la mili en África. Mal d’Africa. Algún día le dedicaremos tiempo a esa enfermedad en esta bitácora.
Sí, había una provincia española llamada Sáhara Occidental, en la que se daba la paradoja de que llegó a existir un esperpéntico gobierno autonómico, algo de lo que no gozaba ninguna otra región española. Esta tierra, no en vano, es la patria de Luis Buñuel y de Berlanga, no lo olvidemos nunca. Sus habitantes, aunque a muchos se les haya olvidado, eran no sé si entonces ciudadanos, pero sí al menos súbditos del Reino de España (Estado Español, como se empecinan algunos en decir) y poseían DNI español.
En los estertores de la vida del vetusto ―por decir algo― Jefe de Estado que aún teníamos en 1975, tras la magistral lección de relaciones internacionales que le dio al mundo con la coreografía de la Marcha Verde el anterior Comendador de los Creyentes del Reino de Marruecos, Su Majestad el Rey Hassan II, España decidió coger el portante y entregar tierras, haciendas y habitantes, eso sí, en plan salomónico: la mitad a Mauritania, la otra mitad, la más rica en pesca y fosfatos, a Marruecos, en puridad El Reino del Ocaso, tierra a la que quien esto escribe adora. Vaya eso por delante.
Muchos oficiales de nuestro ejército decidieron, muertos de vergüenza, vaciar sus arsenales y darles todas las armas a sus hombres, los miembros de las “Tropas nómadas”, nuestros valientes áskaris (“guerreros”) saharauis que montaban en dromedario (de manera diferente a los Houweitat de Auda Abu Tayi y otros beduinos de Arabia y Siria, como se dieron cuenta al rodar las escenas de dromedarios de Lawrence de Arabia en Marruecos) antes de refugiarse en el desierto para defender su tierra del ejército invasor que llegaba del norte.
El periodista marroquí Alí Mrbet, tras sufrir previamente todo tipo de represalias, no puede fundar un nuevo periódico porque ha dicho que el rey, no Mohamed VI, está desnudo. Ha osado afirmar públicamente que los refugiados de Tinduf, son eso mismo: refugiados políticos, no rehenes del Frente Polisario.
La aventura española del Sahara. Una aventura cuyo desenlace no constituye precisamente un blasón de gloria para nuestra patria. El anterior Jefe del Estado, el entonces Príncipe de España, el título que se sacó el General Franco del magín, pues obviamente no podía proclamar al miembro de la casa de Borbón que tenía a mano Príncipe de Asturias; como decía, nuestro Rey Emérito, Juan Carlos I, el 2 de noviembre tomó un avión (probablemente lo pilotó él mismo) a Villa Cisneros, reunió a Jefes y Oficiales y les juró en el cuarto de banderas, en una vibrante arenga, que: “España nunca abandonaría el Sáhara a su suerte”. Durante cuatro días. Lo que España logró mantener el pulso al viejo zorro que era Hassan II, que además tenía a parte del Consejo de Ministros de España en nómina.
Por no hablar del gobierno francés, el departamento de estado norteamericano, la CIA, etc. Estábamos en plena guerra fría. Cómo se iba a permitir que un aliado del gélido bloque soviético ―Argelia― tuviese un acceso al Océano Atlántico. ¿Quiénes pagaron el pato? Está muy claro: los habitantes autóctonos del país, los saharauis.
No me falta imaginación para comprender el estado de ánimo de aquellos soldados que tuvieron que arriar la bandera española sin pegar ni un miserable tiro. Digo yo, al menos algo tipo Ayacucho, más que nada por poder abandonar esas tierras con la cabeza alta y conservando las banderas y estandartes, aunque llenas de jirones, privilegio de los soldados que entregan las armas después de luchar con honor.
Hay cosas que se deben recordar y nadie debe olvidarlas ―sobre todo nuestros jefes de gobierno en estío que acuden a “las provincias del Sur” invitados por el Rey y Comendador de los Creyentes de Marruecos. Que no quede ninguna duda: me refiero al Presidente Rodríguez Zapatero, a quien no sé si mueve la codicia, la inconsciencia o la mera ignorancia (a ningún presidente del gobierno de nuestra democracia se le pasó por la cabeza darle ese espaldarazo a la posición marroquí en este enquistado asunto y con difícil solución)―: que esas tierras, el antiguo Sahara Español, conforme a la ley internacional siguen siendo un territorio en vías de descolonización. Y que España no puede desentenderse de sus obligaciones como antigua potencia colonial, pues tiene una responsabilidad, como establece la legalidad internacional, con los habitantes de aquella colonia.
Y que aquellos hombres alguna vez fueron españoles y siguen mirando a nuestra patria con nostalgia, hablando nuestra lengua y pidiéndonos, en ella, que no les olvidemos. Ni a ellos ni a sus hijos.
[Fotografía original de mi amigo José del Río Mons ©, a quien dedico este artículo, que para eso hizo la Mili en El Sáhara. Pero en la Armada, no en las Tropas Nómadas. Nadie es perfecto.]