Las estepas de Eurasia han sido desde el fecundo encuentro entre el hombre y el caballo hace ya varios milenios el ecosistema por excelencia de esa alianza tan poderosa. La caballería ha evolucionado desde entonces a nuestros días hasta hacerse irreconocible, pues los carros de combate y los helicópteros han acabado por sustituir al caballo, que ha quedado confinado a unidades de gala y a paradas militares para turistas. Se podría escribir una historia alternativa de la civilización —y por ende del arte de la guerra— protagonizada por la alianza entre el hombre y el caballo. Esta larga historia ha dejado sedimento tras sedimento en todas las lenguas europeas y entre ellas, cómo no, la española.
Si bien ya no forma parte de los rangos del ejército español, numerosos ejércitos de Europa tienen como máxima graduación militar el rango de mariscal, una auténtica reliquia de la Europa germánica posterior a las Völkerwanderungen (literalmente «movimientos de pueblos», curioso eufemismo con el que la ciencia histórica tudesca denomina a lo que en estos pagos conocemos como «las invasiones»). Mariscal en español procede del francés antiguo mareschal, y éste del franco marhskalk, originalmente un encargado del establo, un mozo de cuadra, pues literalmente es ‘siervo del caballo’, siendo markhaz ‘caballo’ y skalkz ‘siervo’. El vocablo, por otra parte, existe en casi todas las lenguas europeas, bien sean romances, germánicas o eslavas. Así, el francés maréchal; el inglés marshal (que al otro lado del océano es el guardián de la ley en los villorrios del far west); el alemán Marschall; el polaco marszałek. Resulta evidente que el antiguo mozo de cuadra tuvo un ascenso vertiginoso en los ejércitos europeos.
La caballería ha tenido varias edades de oro en nuestro continente, sobre todo desde el invento revolucionario del estribo. La caballería medieval no constituye solamente un capítulo fascinante del arte militar, es ante todo una visión del mundo que conformó el imaginario colectivo y la literatura europea. La otra edad de oro de la caballería fueron los tiempos napoleónicos. De nuestro brusco encontronazo —cuyo centenario se conmemoró hace unos años— con Napoleón y sus jinetes, especialmente los de las lejanas tierras de Egipto y Polonia, han quedado orgullosos testigos en nuestra lengua. De Egipto vinieron los mamelucos, del árabe clásico mamluk, ‘esclavo’, derivado de un verbo que significa ‘poseer’ (cf. con malik, ‘Rey’). Un paseo al Museo de Prado nos permitiría refrescar nuestra memoria y recordar cómo se las gastaban estos jinetes que Napoleón se trajo de Egipto, aunque sus antepasados procedían del Cáucaso y de las estepas asiáticas.
De Polonia vinieron los ulanos comandados por Jan Kozietulski en la suicida carga de caballería de la batalla de Somosierra, una carga de la brigada ligera que no ha tenido un Tennyson que la cante. Solo la extraordinaria película de Wajda, Popioły («Cenizas». Ya volveremos otro día a esta película). Ulano procede del tártaro oghlan a través del alemán Uhlan, idioma que lo tomó del polaco ulan, pues fueron los polacos quienes crearon esta modalidad de caballería ligera formada por lanceros, inicialmente con tártaros polacos asentados en la Comunidad Polaco-Lituana. De Polonia, junto con su propio nombre, los ulanos pasaron a casi todos los ejércitos europeos. Es curioso que oghlan en tártaro y en turco signifique ‘joven’; en estas lenguas el paralelismo con «infante» resulta evidente, aunque el infante sea el soldado «que no habla» porque sólo está para recibir órdenes.
En definitiva, a pie o a caballo, al joven guerrero sólo le cumple obedecer, aunque esta sea, paradójicamente, la más aristocrática de las ocupaciones.
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