Para Gustavo Rovira, Carlos Monje y Jesús Laínz. Band of Brothers
Tengo un buen amigo que adora el primer epíteto de esta tríada. Y le va, la verdad sea dicha, como anillo al dedo. Pues mi amigo pasa gran parte de su escasísimo tiempo libre, como los señores de antaño, platicando con su sastre. Elige corbatas, escoge gemelos, se prueba zapatos (pronto se los empezará a hacer a medida en algún zapatero de Berlín o Berna, o de Londres), se deja tomar medidas para trajes e incluso, rizando el rizo, camisas. Hasta las camisas a medida. Como me recuerda un amigo común, que bien lo conoce, la definición que nos da el DRAE de lechuguino se adapta a él como guante: “Hombre que se compone mucho y sigue rigurosamente la moda”. Bueno, mi amigo si sigue rigurosamente la moda… pero la de los años 20 del siglo pasado, aunque vez en cuando hace un audaz salto en el tiempo y nos sorprende con alguna innovación sartorial inspirada en los elegantísimos personajes de Mad Men, su serie fetiche.
Pero mi amigo, al igual que su sastre y algunos otros miembros de esa honorable sociedad, vive en la Arcadia Feliz de clubes, ostras, champagne, cuentas (y deudas, a veces escandalosas) de sastre, fines de semana en el campo, mayordomos lacónicos y un punto condescendientes, todo recién salido de cualquiera de las maravillosas novelas de P.G. Wodehouse (pronúnciese /wudhaus), sobre todo las de Berty Wooster –el lechuguino por antonomasia– y Jeeves, su inimitable, formidable, inteligentísimo mayordomo (Butler, para los U-Brits, Británicos Upper-Class, palabra que viene del francés boutelier, el propio que se encargaba en una casa buena de las botellas, es decir, de la bodega).
Una de las instituciones de aquella Arcadia de lechuguinos, petimetres y pisaverdes (y firifis, añadiría alguien con lazos familiares en La Habana) era El Club de los Zánganos (Drone Club. Qué acepción tan siniestra tiene ahora mismo la palabra drone). Un club que tuvo su trasunto, correlato y resurrección en mi entonces ciudad de acogida y aluvión. No coincidí en el tiempo, para mi reconcomio, con la época dorada de la versión altosantanderina del Club de los Zánganos, por tanto no puede ser “elegido” miembro, pues nadie puede pedir su entrada en un club digno de ese nombre. Se es elegido o cooptado. Punto. Y, en muchos casos, con bola negra. Nunca pertenecí a una cofradía que ya forma parte para siempre de mi desquiciada mitología personal.
Solo referiré aquí una anécdota del Club de los Zánganos, por respeto a sus miembros y por elemental pudor, porque la mayor parte de las historias de esa cuadrilla son irreproducibles a fuer de comprometedoras. En la casa de campo de uno de sus miembros más carismáticos donde celebraban siempre entre semana con nocturnidad alguna de sus cuchipandas, después de los licores practicaban únicamente un pasatiempo que no se puede denominar con propiedad juego de cartas, aunque los naipes eran esenciales. En evidente homenaje a Berti Wooster y el resto de los zánganos, pasaban horas y horas lanzando naipes hacia una chistera de un antepasado del anfitrión. Ganaba, por supuesto, el que más canastas hacía. Lo he intentado por mi cuenta y les puedo asegurar que es algo que exige muchísima constancia, mucha tolerancia a la frustración y muchas horas de entrenamiento.
Hemos hecho referencia a la definición que da el DRAE de lechuguino. Pero, ¿cuál es el origen de la expresión? Según el Diccionario del origen de las palabras, Espasa-Calpe, Madrid, 2008, su origen radica en que a principios del XIX, los tiempos de la Anatomía de la Gloria, se puso de moda entre los jóvenes afrancesados y napoleónicos a lo Fabrizio del Dongo, versión mesetaria, vestir con calzones, levitas y sombreros de color verde. De ahí a que se empezara a llamarlos con rechiflo “lechuguinos” sólo hubo un paso. Petimetre es un calco del francés (de petit maître, “pequeño señor”), un sinónimo de nuestro castizo “señorito”. El DRAE define al petimetre de nuevo con toques sartoriales “persona que se ocupa mucho de su compostura y de seguir las modas”. En cuanto a pisaverde, es un poco más delicado el asunto, pues el DRAE nos informa de que se trata de “un hombre presumido y afeminado, que no conoce más ocupación que de la acicalarse, perfumarse y andar vagando todo el día en busca de galanteos”. Umn. Aunque voy a conservar pisaverde en el título de este artículo, no creo que mi amigo se sienta muy halagado…
Con todo, sí, aquel era un club de lechuguinos, de petimetres y pisaverdes, enfermos todos ellos del síndrome de Peter Pan, pero en este caso heridos por la melancolía de no poder pertenecer ya a un mundo extinto que les parecía más bello, más amable, más ordenado. Una Arcadia Feliz, aquel club, que protegía a sus miembros –mi amigo es miembro póstumo, pues en general es un hombre bastante póstumo en muchos aspectos de su personalidad– de un mundo, a su juicio, progresivamente envilecido por la prisa, el materialismo, la inusitada necesidad de trabajar para ganarse la vida, la falta de buenas maneras, de modales en la mesa. Y en el lecho. Que ya no quedaran apenas caballeros, que a nadie se le pasase por la cabeza batirse en duelo por un asunto de honor, entre otras cosas porque ya apenas quedaban maestros de esgrima, que ya nadie se quitara el sombrero para saludar a las damas.
La democracia y los jinetes de su apocalipsis, como ellos decían siempre a modo de réquiem. Los bárbaros a las puertas de la ciudad (Barbarians at the Gates). Y de política, con posterioridad a la caída de Constantinopla (1453), no se habla. Como para Alvaro Mutis, para ellos tal conversación carecería totalmente de interés, además de ser una ordinariez.
Por El Club de los Zánganos, y por mis amigos, sus miembros. La gente más divertida que he conocido.
En pelota y con chistera. O tempora, o mores.
JLF, Drone.
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