Azar y azahar. Dos arabismos del castellano y los dos del mismo origen: *azzahr, como en tantas ocasiones con el artículo determinado incrustado en el sustantivo del árabe clásico zahrah (“flores”), una característica del árabe andalusí. Esa palabra es prácticamente igual que zahra’, que significa “brillante”, ”resplandeciente”, uno de los títulos de Fatimah az-Zahra (”la que resplandece”) la hija del Rasul Muhammad con su primera esposa Jadīya al–Kubra (“Jadīya la Grande”) y esposa de su primo Alí, padres a su vez de Hussein y Hassan, los únicos descendientes directos de “el enviado de Dios”.
Sabemos que en el Islam el soberano obstenta su poder debido a la investidura que recibe de Allah. En el derecho islámico la soberanía no pertenece nada más que a Allah y por ello todo poder ejercido en la tierra es mera delegación. Se trata de una alianza, en el sentido coránico (y mosaico) del término. Por esta razón la legitimidad islámica de las dinastías suele venir determinada en gran medida por la descendencia directa de la familia del Rasul, a través de los dos descendientes del matrimonio entre su hija Fátima y su primo Alí: Hussein y Hassan. El rey Mohamed VI de Marruecos pertenece a una dinastía, la Alauí, que gobierna el país desde 1640 y es descendiente directo de Muhammad. El caso de la República Islámica de Irán es diferente. Pero los “Líderes de la Revolución” suelen ser descendientes directos de Muhammad. De nuevo, la cuestión de la legitimidad islámica, tan difícil de comprender en Occidente. Una vez oí decir a Pedro Martínez Montávez, maestro de arabistas españoles, que uno de los dramas de los países islámicos (Egipto es un ejemplo paradigmática) era verse resignados, en tantas ocasiones, a la disyuntiva entre los mullahs o los militares.
Esa misma Fátima de la que hablamos, paradójicamente dio nombre a una virgen cristiana muy venerada, la de Fátima, que se apareció junto a una azinheira (“encina”, un árbol al que se alude en la Grandola vila morena, una canción emblemática para el pueblo portugués) en la aldea de Cova da Iria a unos pastorcillos (“El 13 de mayor en Cova de Iria/bajó de los cielos la Virgen María”).
Abundan en España los ejemplos de antropónimos y topónimos que conservan el nombre de Zahara, bien procedentes del sobrenombre de Fátima o de la palabra para designar a las flores, como el pueblo gaditano de Zahara de los Atunes ( y de las almadrabas, otro hermoso arabismo), y otras versiones como Zahira, o Medina Azahara (Madīnat az–Zahrā, “la ciudad resplandeciente”), el impresionante palacio de recreo a las afueras de la capital de los Califas omeyas de Córdoba.
En mi tierra hay un arbusto de flores blancas al que mi hermana Marianela se obstina en llamar precisamente azar, aunque el DRAE no reconozca esa ortografía. Pero el azahar por antonomasia es la flor del naranjo, del limonero y del cidro. La flor, símbolo de belleza y pureza, con la que se antaño se hacían en Andalucía los ramos de boda de las novias.
Pero si consultamos el DRAE con atención vemos que azar tiene más acepciones, todas ellas derivadas de una metáfora propia de la poesía árabe, que consideraba a la flor como un dado. Como una cifra de la vida, en la que las flores nacen y se marchitan y los trabajos humanos se producen por azar (¿o, en una cultura en la que todo está escrito, mektub, mektub, esos trabajos están exclusivamente determinados por la voluntad de Dios?).
Siendo fiel a su etimología relacionada con el juego de la vida, en castellano azar es casualidad, desgracia o gracia imprevista, en general, y más en concreto en el mundo lúdico, y puede que en el de la ludopatía, en los juegos de naipes o dados, la carta o el dado que nos hace perder la partida. O ganarla. También dos acepciones más, la 4ª y la 5ª hacen referencia a otros dos juegos que ya poco tienen que ver con el dado o con el naipe: el billar y el juego de pelota.
Johan Huizinga nos mostró como el juego es una dimensión fundamental del ser humano, hasta el punto que dedicó una de sus obras más importantes al Homo ludens. El juego nos acompaña, a veces inconscientemente, desde nuestra infancia, cuando lo descubrimos de manera instintiva en nuestra socialización más elemental (algo que compartimos con otros miembros del reino animal), hasta el final, que se suele producir antes de la muerte física; precisamente cuando no se le encuentra gusto al juego y al azar, a lo imprevisible, en la vida.
Una vez más desde las flores a la magia de la vida. O desde la magia de la vida a las flores, lenguaje universal de los sentimientos, las industrias y los trabajos del alma humana.