Vladimir Nabokov fue un escritor de opiniones contundentes. Una de ellas consistía en que toda novela era el desarrollo de una idea o metáfora germinal que llevaba in nuce la esencia de esa obra. Este escritor denominaba a esa idea o metáfora “latido inicial”. Mutatis mutandis, el origen de muchos de los apuntes de esta morada melancólica brotan del fogonazo inesperado que de repente surge de una palabra que veníamos utilizando sin reparar demasiado en ella desde hace años. Así surge el “latido inicial” de estos pecios varados en el Mar de los Sargazos de los orígenes de las palabras, estos microrrelatos léxicos, estas historias de palabras. Historias y palabras, mis dos pasiones más arraigadas desde la infancia.
Aunque es improbable que su autor considerase un latido inicial lo que brotó de su magín para acabar convirtiéndose en la novela cuyo título recoge este artículo, Arturo Pérez-Reverte pudo tener una idea inicial –en este caso más bien una metáfora– íntimamente relacionada con lo que sugiere el sintagma La piel del tambor. En esta novela, la piel del tambor hace referencia a aquello que incita a seguir luchando a los soldados que ya perdieron su causa y a veces incluso su bandera. El son recio de la piel del tambor en tensión que hace que los guerreros que ya se saben derrotados aprieten filas y se fajen una vez más. Como en Rocroi, en Las Dunas o en Ayacucho. Los tercios viejos de Flandes o los regimientos americanos de las armas realistas. O el son de la piel del tambor que impele al sacerdote unamuniano que hace años perdió su fe a seguir administrando los sacramentos a sus fieles, a seguir, en definitiva, cumpliendo con su deber.
La tradición y nuestra literatura afirman que en Calatañazor perdió Almanzor el atambor. Poco después el gran caudillo cordobés falleció en Medinaceli, que también está en la Soria de nuestros amores. Grandes arabistas como Lévi-Provençal o Ambrosio Huici han descrito el atronador –y por ende aterrador–estruendo de los tambores de los ejércitos del Islam como una de sus armas más poderosas en las batallas que libraron con los cristianos (Alarcos, Las Navas de Tolosa, El Salado). Los ejércitos de los reinos cristianos no tardaron en incorporar el tambor. No es algo nuevo: eternos enemigos que acaban tomando de buen grado en préstamo las innovaciones del adversario, especialmente las militares.
Tambor se incorporó al castellano medieval como una evolución de atambor (también atamor en el siglo XI). Corominas considera que la voz persa tabîr, “batallón”, se confundió con el árabe al-tambour o tanbûr, “especie de lira o bandurria hecha con una piel tendida sobre un cuerpo hueco”, una palabra de origen diferente que tabîr pero también procedente del persa.
El DRAE nos da también tabor, un préstamo tomado del árabe de marruecos a principios del siglo XX en los tiempos del protectorado de Marruecos que designaba a los batallones, tercios o escuadrones de tropas marroquíes conocidas popularmente en España como “los regulares”. El diccionario académico nos informa asimismo de que la palabra llegó al árabe procedente del turco, adonde llegó, como hemos visto más arriba, desde el persa tabîr.
En español tenemos los sinónimos atabal y timbal; el primero del árabe de Al-Andalus attabál, y este del árabe clásico tabl (el DRAE también atribuye a esta palabra el origen de tambor); su equivalente timbal procede del latín tympanum, del griego týmpanon, que también dio lugar al francés timbre, origen de nuestro timbre.
No hay espacio para más. La piel del tambor deja de retumbar por hoy.