Alejandro Magno fue el primer soberano europeo que utilizó elefantes en sus ejércitos después de haberse enfrentado a ellos en el campo de batalla contra persas e indios, aunque no existen testimonios de que los emplease de un modo diferente al de bestias de carga. Tras su muerte, sus sucesores se sirvieron frecuentemente de ellos. Pirro, Rey del Epiro, llevó por primera vez los elefantes a Europa. Los romanos tomaron contacto con los elefantes en la guerra que mantuvieron con Pirro en la península itálica (origen de la expresión victoria pírrica: “otra victoria como ésta y me quedo sin ejército”). Cuando los romanos vieron por primera vez un elefante en Lucania no conocían ni siquiera su nombre, por lo que lo llamaron “buey de Lucania” (bōs Lūca).
Ptolomeo II, rey helenístico de Egipto, fue el primero en adiestrar elefantes africanos para la guerra. El elefante africano tenía mayor envergadura que el indio, y de elefantes africanos se nutrieron los ejércitos cartagineses, adoptando esta innovación militar de los reinos helenísticos. La proverbial memoria del elefante podría recordar el calvario que les hizo recorrer Aníbal en el infernal cruce de los Alpes, donde tantos miembros de su especie murieron entre las nieves de los puertos alpinos. Aunque también utilizaron los elefantes con propósitos militares, los romanos no hicieron demasiado uso de ellos, salvo en las procesiones y en los juegos del circo y el anfiteatro.
La leyenda, y a través de ella la sabiduría popular, atribuye al elefante una memoria pertinaz y longeva. Cuando hablamos de elefantes nos referimos a dos especies distintas del orden de los proboscídeos: el elefante africano (loxodonta africana y loxodonta cyclotis) y el elefante de la India (elephas maximus). Desde la India llegó a nosotros el nombre común que reciben ambas especies en las lenguas europeas. El camino fue bastante tortuoso, como vamos a tener ocasión de comprobar.
Nuestro principal diccionario etimológico nos dice que elefante toma carta de naturaleza en el castellano en el siglo XIII procedente del latín elephas, que a su vez tomó la palabra del griego eléphas. Esto no parece discutible, no obstante, ¿de dónde procede la palabra griega? Hay varias teorías al respecto. Tal vez la más verosímil es la que atribuye a la palabra un origen semítico, en concreto fenicio o arameo. Ex Oriente lux: a los griegos les llegan las noticias acerca del elefante desde la India a través de las lenguas semíticas. Eléphas podría ser un préstamo del semítico aleph-Hind, “buey de la India”, un recurso corriente, como hemos visto más arriba, para nombrar a un animal desconocido con el nombre de otro con el que se está familiarizado. Los fenicios tomaron el nombre del buey (*alp) para denominar a la primera letra de su alfabeto (recordemos que ese es el origen del aleph hebreo, la alif árabe y la alfa griega).
El elefante también nos ha dejado parte de su pertinaz memoria en el ajedrez. En dos de las piezas de este juego nos ha quedado un recuerdo de las tácticas militares de la India y del elefante. En el movimiento arrollador de la torre, que es una metáfora del papel que desempeñaban los proboscidios en la batalla, y en el nombre de otra pieza: el alfil. Elefante en sánscrito era pilu, que pasó al persa como pil. Los árabes adoptaron la palabra persa como fil, puesto que esta lengua no usa mucho que digamos el fonema /p/.
Y del árabe, para terminar, viene también una palabra que designa la materia de la que están hechos los conspicuos colmillos del elefante y con la que también se nombró antaño a la especie: marfil, de ‛azm alfil, “hueso de elefante”.
Una historia muy antigua. Como la memoria del elefante.