A la memoria de Lord Fintan,
a Burtonian Gent
Verano indio. Traducción abrupta y provista de poquísimas resonancias, aún, en nuestra lengua del sintagma Indian Summer. Además de un álbum de cómic absolutamente imprescindible de Hugo Pratt y Milo Manara, el verano indio hace referencia a esa prolongación un poco extemporánea del buen tiempo del verano-verano en algunos días variables entre septiembre y noviembre. Aquí sería más propio decir “El veranillo de San Miguel” o “El veranillo de San Martín”. En castellano, un poco, pero sobre todo en inglés la expresión hace referencia metafóricamente a un periodo de plenitud al que se llega inesperadamente en una fase tardía de la vida. Cuando ya no se esperaba nada de la vida. Hagamos votos, pues, muchos votos, porque nos llegue, aunque sea al final, algún verano indio.
Estoy convencido de que Indian Summer tiene que ser necesariamente el nombre de algún perfume (pido disculpas de antemano por la publicidad no solicitada), de alguna fragancia, como se las llama ahora, en flagrante anglicismo, eso sí, lleno de ecos que me suenan a música celestial del latín fragans, –tis, de donde viene nuestro bello adjetivo fragante.
Indian Summer es, también, el feliz título de un amenísimo libro de Alex Von Tunzelmann sobre los últimos días del Raj, el imperio de la India británica, la Joya de la Corona, a lo largo de 1947, un libro centrado en los escasos meses de Lord Mountbatten of Burma (Vizconde Mountbatten de Birmania) como último virrey de la India.
Mountbatten, a secas, como era conocido por todo el mundo, no era especialmente inteligente; sabía muy poco sobre la India y su oceánica cultura, sus religiones, sus lenguas, su historia. Nada. Cero al cociente. Menudo regalito le hizo el gobierno laborista: “Ande, Vizconde, vaya a la India a retirar nuestras tropas y nuestros pabellones lejanos y deje un poco en orden ese lugar antes de irse, manteniendo la formación, of course”.
Los resultados de aquel parto con fórceps que fue la partición, valga más que nunca la redundancia, del Imperio de la India en dos países antagónicos, con el mayor intercambio de poblaciones que se haya conocido nunca y con tanta sangre vertida y un enfrentamiento regional y una enemistad que siguen presentes y en ebullición casi setenta años después, aún son difíciles de evaluar y determinar con propiedad.
Mountbatten, eso hay que reconocerlo, hizo lo que pudo. Comprendió que era imposible que la India continuara siendo un solo estado y optó valientemente por adelantar la fecha de la partición decidida por el gobierno británico. Hizo lo que pudo, tirando de aquello de lo que le brotaba a raudales: su abrumador encanto. Era un hombre elegante, con clase y con un don de gentes extraordinario. Seducía a todo el mundo con ese encanto. Fracasó con el líder musulmán, Mohammed Ali Jinnah, el padre fundador de Pakistán, “el país de los puros”, con quien nunca pudo llegar a tener, a pesar de sus denodados esfuerzos, química personal alguna. Pero con Jawaharlal Nehru, el padre fundador de la Unión India y padre, abuelo, bisabuelo y probablemente tatarabuelo de la mayor parte de su clase dirigente, lo logró. Hasta el punto de que la esposa de Mountbatten, la irresistible Lady Edwina, y Nehru se enamoraron locamente –nunca sabremos si platónicamente– uno del otro. Allí paz y después gloria, pues Mountbatten era todo un caballero. Y un caballero con suerte. En una ocasión acudió prácticamente sin escolta a una reunión con líderes tribales de la frontera del Imperio con Afganistán para tratar de convencerlos de las excelencias de su idea de que el Raj no se dividiera en dos estados, uno de mayoría hindú, otro de mayoría musulmana. Incluso en un acto que podría calificarse de suicidio en grado de tentativa tuvo suerte. Ese día eligió un traje de servicio de la Armada Británica de color verde. Verde. El color del Islam. Su auditorio, la Loya Jirga, o gran asamblea de jefes tribales pastunes, no lo linchó, porque consideraron como una señal de deferencia y respeto que su interlocutor llevara un uniforme con el color de su fe. A Mountbatten, que se enteró de esa circunstancia cromática ese mismo día, su fortuna le salvó una vez más.
Mountbatten, héroe de guerra, de las dos guerras mundiales, un gran soldado de su patria, un Warlord, como les gusta decir a los Brits, era un favorito de la fortuna. Pero esta le abandonó en su mutis final. Es de sobra conocido que murió en su barco, con el pabellón de la Royal Navy, como todo marino de guerra desea en su fuero interno. La lástima fue que el 27 de agosto de 1979 sus asesinos del IRA no tuvieran en cuenta al llevar a cabo su valiente acto de guerra contra un anciano de 79 años, que pasaba los veranos sin escolta en su castillo de Donegal en la República de Irlanda, que había otras personas en el yate. Entre ellas, su nieto de 14 años, un miembro de la tripulación de 15 y una anciana pariente política de 84, quienes también murieron víctimas del atentado.
Si la bomba de aquellos patriotas de la muerte le hubiese matado sólo a él, sin tanto daño colateral, en su barco, con el pabellón de la Royal Navy, tengo para mí que –como el aristocrático oficial francés de la Grande Illusion, de Jean Renoir– antes de expirar hubiera dicho, “después de todo, esto c’est une bonne solution”. Un verano indio.