En 2013 se cumplieron 90 años del tratado de Lausana. En 1923 Grecia y la nueva Turquía de Mustafá Kemal refrendaron en un tratado internacional el nuevo orden al que dio lugar «El desastre de Asia Menor» de 1922. Una catástrofe para la que los griegos sólo pueden encontrar un precedente equiparable en la conquista de Constantinopla por los turcos en abril de 1453.
El sueño irredentista de la ‘Gran Idea’ acabó engendrando un monstruo de dimensiones inimaginables: no sólo no se logró que los griegos de ambas orillas del Egeo pudiesen ser súbditos de un estado helénico, o reconquistar Constantinopla/Istanbul de manos de los turcos, sino que todo ello, por el contrario, acarreó el final abrupto de la presencia milenaria de la civilización helénica en Asia Menor y un intercambio de poblaciones entre ambos estados cuyas cifras producen estupor, creando al mismo tiempo un peligrosísimo precedente cuyas dramáticas secuelas ya nos hemos cansado de observar. Nadie pudo imaginar que el colapso del «enfermo de Europa», como se denominaba al Imperio otomano desde el siglo XIX, y el alumbramiento de la nueva Turquía iba a traer tanta destrucción, tanta sangre, tanta memoria amputada.
Tierras de sangre es el título de la hermosa novela de Didó Sotiríu que la imprescindible labor de la editorial El Acantilado ha puesto en manos de aquellos lectores que aman el fascinante mundo que los vendavales de las dos guerras mundiales del siglo pasado borraron de la faz de la tierra.
La epopeya personal del protagonista, Manolis Axiotis es un microcosmos que simboliza el destino de su pueblo, la comunidad griega de Anatolia, griegos de estirpe y de fe ortodoxa, pero al mismo tiempo súbditos del Imperio otomano, cuya lengua, el turco, todos conocen, y en algunos casos, como el del protagonista de nuestra novela, lo hablan tan bien como su lengua materna. Una historia no demasiado diferente de la de las comunidades de religión musulmana que permanecieron en los países del área balcánica tras el fin del dominio otomano: musulmanes de Bosnia, de Serbia, de Kosovo, de la propia Grecia; turcos de Bulgaria y de Macedonia; pomacos de Bulgaria y de Grecia, muchos de los cuales se vieron obligados a cruzar el Egeo en dirección contraria a la de los griegos de Anatolia, compartiendo todos al final un destino parejo: abandonar la que consideraban su tierra, su casa, para tener que trasladarse a otra que no era la suya, una tierra en la que a la postre se sentirían –y se les consideraría– como exiliados. Manolis Axiotis es arrastrado por el vendaval de la historia, haciendo buena aquella máxima de sus antepasados en la que se decía que el destino se lleva a los sumisos y arrastra a los reacios. Su mundo desaparece, su familia se desintegra, asiste al asesinato y expulsión de los suyos, pero toda su rabia y su impotencia no le impiden dejar de ver que las fanfarrias de guerra, las banderas y los uniformes sólo acaban engendrando muerte y destrucción, y que el heroísmo, la dignidad y el amor por el prójimo suelen estar repartidos a partes iguales entre las dos partes contendientes en toda guerra. Al final, camino de Grecia, Manolis no puede dejar de exclamar un grito de dolor, de nostalgia por un mundo destruido ya para siempre:
«¡Tanto veneno, tantas desgracias y yo que quisiera volver a lo que fue antes! Ojalá todo lo que hemos pasado no fuera más que un sueño y pudiéramos volver en este mismo instante a nuestra tierra, a nuestros jardines, a nuestros bosques con sus jilgueros, sus grajos y sus mirlos, a nuestros huertos con sus mejoranas y sus cerezos en flor, a nuestras ferias con sus mozas…».