El color por excelencia es el rojo, que no por azar recibe en nuestra lengua el nombre de colorado. Como las lanzas coloradas de la gran novela de Arturo Uslar Pietri. Coloradas, de rojo teñidas las lanzas de los combatientes de ambos bandos. Rojo de la bandera realista que proclamaba que no habría cuartel con los vencidos. Rojo de las aspas de la Cruz de Borgoña del estandarte de la monarquía española, las aspas del martirio de San Andrés. Rojo, en suma, el bucle de la sangre vertida sin tasa por los combatientes, y no combatientes, en una guerra fratricida entre los españoles de ambos hemisferios, a los que se dirigió –con tanto retraso– la Constitución de 1812.
Triste fue el destino de los combatientes, nacidos en España y en América, del bando realista en las guerras de emancipación de las repúblicas iberoamericanas: relegados y olvidados en la metrópoli, como las banderas que dan título al libro de Julio Albi de la Cuesta, odiados y en última instancia también olvidados en América. La historia la escriben los vencedores y, ¡ay de los vencidos!, lo que aguarda a los derrotados es un cáliz muy amargo.
En estas líneas haremos una breve semblanza de la novela que constituyen la vida y el destino de aquellos hombres, nacidos en América en su mayor parte, pues el pabellón real, aquellas banderas tan olvidadas, fue defendido casi exclusivamente por americanos con unos pocos oficiales llegados de ultramar que cumplieron una función análoga a la de “las ballenas de un corsé”, en expresión de Julio Albi. Oficiales con nombres propios, como Monteverde, Zuazola, Antoñanzas, Vargas, Arizabalo, Agualongo, Boves, Morillo, Senosiain, Liniers, Gutiérrez de la Concha o Rodil.
Alfredo Lara ha estudiado la atención que el novelista Kenneth Roberts prestó en sus novelas históricas a los norteamericanos que optaron por “el bando equivocado” en la guerra de independencia norteamericana, a la que considera una auténtica guerra civil, en la que norteamericanos lucharon contra norteamericanos, monárquicos contra independentistas, una guerra en la que se cometieron infamias y se vertió sangre inocente por ambas partes. Como en cualquier guerra civil. Como en las guerras de emancipación de la América española. Hubo norteamericanos que perdieron la Guerra de Independencia, del mismo modo que hubo americanos que perdieron sus guerras de emancipación porque eligieron luchar bajo unas banderas que fueron derrotadas.
En algunos casos, como el del caudillo asturiano Boves (inspirador de la novela de Francisco Herrera Luque, Boves, el urogallo), si la causa que defendió y su bandera están olvidadas, su nombre por el contrario aún evoca en Venezuela los horrores de aquella guerra en la que encabezó las armas realistas como comandante del Ejército de Barlovento y caudillo de los llaneros venezolanos, o de la Legión o División Infernal, como eran conocidas sus tropas entre sus enemigos.
¿Quiénes eran aquellos hombres? Hombres de las clases populares del país, recelosos de las aspiraciones políticas de la casta mantuana de Caracas, inmortalizados en la novela de Arturo Uslar Pietri que da título a este artículo: negros –esclavos o libertos–, mulatos (“pardos”), cholos e indios, cuyo principal afán consistía en la emancipación de su condición de servidumbre. No debemos olvidar que la esclavitud perduró en las leyes de Venezuela hasta 1854, y en la práctica hasta varias décadas más tarde. Estos hombres lucharon defendiendo el estandarte de la monarquía hasta que, a partir de la muerte de Boves en la batalla de Urica en 1814, un líder de su misma estirpe, el caudillo llanero Páez, logró cambiar las tornas de su lealtad. Una lealtad en muchas ocasiones elegida de una manera un tanto azarosa.
En Las lanzas coloradas existe un diálogo impagable entre el capataz de la plantación, Presentación Campos, y uno de los esclavos, Natividad, que desmitifica en gran medida la elección de bando en una guerra civil:
“-Bueno, Natividad. Pero tú no has pensado una cosa. ¿De qué lado nos vamos a meter?
-¿Cómo de qué lado?
-¡Guá! ¿De qué lado? Si nos hacemos godos o republicanos.
Natividad guardó silencio un instante.
-Bueno, mi jefe, ¿y qué diferencia hay?
-¡Mucha! ¡Cómo no! Tú no ves: los godos tienen bandera colorada y gritan: ¡Viva el Rey!
-Eso es.
-Mientras que los insurgentes tienen bandera amarilla y gritan: ¡Viva la Libertad!
-¡Ah, caray! ¿Y qué escogemos?”
“¡Independencia!” grita el mundo americano/ se baña en sangre de héroes la tierra de Colón./ Pero este gran principio: “El rey no es soberano”,/ resuena, y los que sufren bendicen su pasión.
Es muy difícil que un español reconozca estas palabras, una estrofa del himno colombiano. Todo lo más algunos tal vez recuerden de los antiguos libros de texto las escalofriantes frases del Decreto de guerra a muerte promulgado por Simón Bolívar el 15 de junio de 1813:
“Las víctimas serán vengadas, los verdugos serán exterminados… nuestro odio será implacable y la guerra será a muerte. […] Todo español que no conspire contra la tiranía a favor de la justa causa por los medios más activos y eficaces será tenido por enemigo, castigado como traidor a la patria y en consecuencia será irremisiblemente pasado por las armas… Los españoles que hagan señalados servicios al estado serán tratados como americanos… Españoles y canarios, contad con la muerte aún siendo inocentes si no obráis activamente en obsequio de la libertad de Venezuela; americanos, contad con la vida aunque seáis culpables.”
Esta declaración de guerra sin cuartel “contra españoles y canarios”, una de las decisiones más controvertidas de Bolívar, fue su respuesta a las ejecuciones sumarias de patriotas llevadas a cabo por Monteverde desde 1812. Boves, por su parte, no se quedó corto, y, como se puede leer en una carta suya: “Trate Ud. de reunir toda la gente útil que se halla por los campos, y el que no comparezca a la voz de rey, se tendrá por traidor y se pasará por las armas.” De nuevo, los horrores de la guerra, sobre todo de una guerra civil, como las decapitaciones en La Guayra en febrero de 1814 de todos los presos españoles (“En las bóvedas de la Guayra, en un solo día, ochocientas personas habían sido pasadas por las armas. Con arma blanca. Para no gastar pólvora. Todo el día duró la degollina. La sangre corría continua por el desaguadero de la muralla hacia el mar verde”, Las lanzas coloradas), o las ejecuciones sumarias que aguardaban a los prisioneros de Boves. A tal extremo llegaría el horror, que en 1820 Morillo y Bolívar acordaron derogar los decretos de guerra a muerte y restablecer “las reglas de guerra entre pueblos civilizados”. Conviene recordar que el ejército británico no concedió condecoraciones a sus soldados durante la guerra de independencia norteamericana, porque siempre fue considerada por el bando británico como una guerra civil.
En un momento en el que España estaba ocupada por los franceses, entre 1810 y 1813, fueron casi únicamente americanos los que defendieron el pabellón real en América, en una reacción improvisada de aquellos que sólo reconocieron la autoridad del Rey Fernando VII, Hispaniarum et Indiarum Rex. La mayor parte de las nuevas unidades se crearon a partir de los restos del desarticulado ejército colonial americano, unas unidades que mantendrían su continuidad prácticamente con reemplazos compuestos por hombres nacidos en América. Los enfrentamientos entre liberales y absolutistas que ensangrentaban España acabaron por dividir a los defensores de la monarquía española en América. Tras la sublevación liberal de Riego en Cabezas de San Juan el 1 de enero de 1820, los militares del ejército realista en América, muchos de ellos también liberales, fueron abandonados por los criollos partidarios del absolutismo. Ya no llegaron más tropas de España y el ejército realista, dividido por las discordias entre liberales y absolutistas, se vio obligado a luchar abandonado por todos hasta el desastre final en los campos de Ayacucho, el 8 de diciembre de 1824. Una batalla en la que tomaron parte únicamente 500 españoles nacidos en la Península.
¿Y qué decir de las guerrillas realistas del coronel Arizabalo, que continuaron luchando en Venezuela hasta 1829? ¿O de las de la región de Pasto, al sur de Nueva Granada, que combatieron hasta 1830? ¿O de las guerrillas realistas de Chile, activas hasta 1832? La novela de estos hombres aún no se ha escrito y quienes más han impulsado este propósito épico han sido historiadores como Julio Albi de la Cuesta o Carlos Pesado Riccardi, quien tituló su biografía del brigadier montañés Juan Gutiérrez de la Concha, nacido en Esles de Cayón (actualmente, en términos administrativos, Cantabria) fusilado en Córdoba (Argentina) en agosto de 1810, Una vida para el Rey. Pensando en su sacrificio y en su lealtad hacia un rey como Fernando VII, uno no puede dejar de recordar el verso del Poema de Mío Cid: ¡Dios, qué buen vasallo, si oviesse buen señor!
Tras Ayacucho, algunos reductos como Chiloé y El Callao mantuvieron alzado el pabellón real contra toda lógica militar y contra toda esperanza. Rodil acabó por entregar la fortaleza de El Callao el 23 de enero de 1826, tras un año de infernal asedio, esperando unos refuerzos de España que no llegarían nunca. Por capitulación expresa pudo conservar las banderas olvidadas de los regimientos (ya meros batallones): el Arequipa, de peruanos, el Antiguo de Buenos Aires, de argentinos, y el II del Infante, de españoles (sobre el papel, porqué sólo tenía 20 soldados nacidos en la Piel de Toro).
Como dijo Galdós “por donde quiera que va, el hombre lleva consigo su novela”. ¿Dónde están aquellas banderas? ¿Dónde está el recuerdo de aquellos hombres y de sus gestas? ¿Dónde está, en definitiva, su novela? Seguramente, allí donde habita el olvido
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