De nuevo, Viento del Este, Viento del Oeste. Trafalgar, un mito nacional en Inglaterra (Sí, ya lo sé, United Kingdom, como en el Un, dos, tres. No sé por qué escribo esto. Nadie menor de 50 años sabrá de lo que estoy hablando. Pero la flota que derrotó a la franco–española, comandada por “el inepto Villeneuve”, aunque llevase como pabellón la Union Jack (Inglaterra + Escocia + Irlanda) era la flota inglesa, The Navy), como Lord Nelson y su monumento en la plaza Trafalgar Square. Un país que se llenó de sur a norte y de este a oeste de hogueras para avisar de la victoria y al mismo tiempo conmemorarla, una victoria naval definitiva, aunque el sacrificio fuera muy grande: su propio héroe nacional, Lord Nelson, quien antes de morir destruyó totalmente el 21 de octubre de 1805 toda nuestra flota, dejando indefenso al Imperio Español de Ultramar. Barcos hundidos como el Santísima Trinidad, cuyas piezas de artillería aún están emplazadas en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando en Cádiz.
¿Y en España? Además de atribuirle la derrota al “inepto Villeneuve”, aún hay recuerdos de aquella debacle, como el lazo de luto de tafetán (del persa tafetta, “tejido”) que aún forma parte del uniforme del marinero español: el Trafalgar, en homenaje a nuestros mejores marinos muertos en la batalla, como Cosme Damián Churruca, un vasco al servicio del viejo galeón de la Monarquía española y de su flota. O el himno que aún reza: “En Lepanto la victoria y la muerte en Trafalgar”.
El Mediterráneo, el mare internum, el mare nostrum de los romanos (y de Vicente Blasco Ibáñez), desde Anatolia, donde nace el Sol y se produce el sueño de invierno hasta las columnas de Hércules, hasta Tánger, Ceuta, Gibraltar, Cádiz, incluso Sevilla o el cabo de Trafalgar.
Trafalgar, del árabe Taraf–al–Gharb, es el antónimo, el extremo opuesto de Anatolia, “la tierra del sol naciente” (como “The House of the Rising Sun”), “el fin de occidente”, o Taraf–Agarr, “el fin de la(s) columna (s) de Hércules, Heracles, el héroe de la mitología griega tan vinculado a España, pero sobre todo a Andalucía. Un pilar o columna a cada lado del estrecho. Non plus ultra, “no hay más allá”. Pero sí había más allá, como se lo demostró Ulises a sus marineros en el Canto XXVI del Inferno de la Commedia, vv. 118-120:
Considerate la vostra semenza:
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute a canoscenza
Siempre hay un más allá. Siempre hay un horizonte de grandeza, de virtud, de conocimiento, como recordaba Ulises a sus marinos, y Dante a todos nosotros. Algo nos espera siempre al otro lado de las columnas de Hércules. Más allá no sólo estaban las Américas, el plus ultra, que aún campa en el escudo de armas de los viejos reinos de España. Están los Algarves, están los deltas de los ríos de la Bética, el Betis (luego Wad-al-Qbir, “El Rio Grande”) y el Odiel y el Tinto, las aguas de Huelva, donde los antiguos creían que estaba el Reino de Tartessos, el del mítico monarca Argantonio, cuyo reino era un puente entre Iberia y África, entre dos continentes, dos mundos, tan próximos, pero separados por unas escasas millas náuticas.
Y la Atlántida. El objeto de curiosidad y deseo de todos los pueblos de la Antigüedad desde que Platón recogiera el mito en uno de sus diálogos. O desde los tiempos en que el profeta Jonás se embarcase en una nave hacia Tharsis (Tartessos) antes de que se lo zampara una ballena.
La Atlántida al otro lado del estrecho, del Bósforo de Occidente, de las Columnas de Heracles, el objeto de deseo de los Barbari, los bereberes, los mauri, o moros, y los recién llegados en el siglo VII desde Oriente trayendo el mensaje de El Rasul, del enviado de Dios, Muhammad: los árabes. Todos ellos en árabe eran conocidos como maghrebies, “los occidentales”, los de Al–Gharb, la tierra de poniente, el Reino del Ocaso.
Como apunta Serafín Fanjul, uno de nuestros más eminentes arabistas, tal vez Al–Andalus venga precisamente de la pronunciación de La Atlántida de aquellos hombres deseosos de cruzar el estrecho a la menor oportunidad. Una oporttunidad que llegaría Don Rodrigo y su conflicto con el Conde Don Julián, gobernador bizantino de Ceuta.
Claro que hay siempre más allá. Hay plus ultra. Siempre. El fin de occidente, de la tierra donde muere el sol (del latín occidere, “morir”, en alemán Abendland, “la tierra del atardecer”), donde los días duran más que en ninguna parte de la Península Ibérica y, por tanto, de todo el Mediterráneo. Y donde el sol se pone más tarde al enrojecerse cuando se funde en el mar, muriendo como en el crepúsculo de los dioses, para levantarse al día siguiente, por Levante, como un viejo héroe triunfal. La eterna novedad del mundo.