[Una versión más breve de este artículo fue publicada por El Diario Montañés, el domingo 24 de mayo de 2015 como una tribuna libre]
En mi infancia aún había mujeres, generalmente muy ancianas, que se llamaban Palmira. Mi temprana –y ya, puedo afirmarlo sin temor a equivocarme– definitiva inclinación (más bien debería decir genuflexión) por el Mundo Antiguo, me puso en contacto con la fascinante civilización que como si fuesen las capas de una cebolla se desarrolló en ese oasis del desierto sirio. Las historias sobre la reina Zenobia y su osadía enfrentándose al Imperio Romano me deslumbraban. Y me siguen deslumbrando.
Palmyra en árabe es denominada Tadmor, que podría venir de la raíz semítica* t-m-r, *Tam(a)r, para designar tanto a la palmera como a los dátiles (Tamarindo viene precisamente del árabe tamar Hindī, “dátiles de la India”). La palabra Palmyra aparece en los primeros siglos de nuestra era en las obras de Plinio el Viejo, y fue la más utilizada para referirse a esta ciudad-oasis en el mundo grecorromano. Es un calco de la palabra griega para designar a la palmera, palame, y el propio origen de esa palabra en nuestra lengua.
Lamentablemente, ahora escuchamos o leemos –o para ser más rigurosos, se nos inflige machaconamente– todos los días acerca de la absolutamente inminente destrucción por parte de las fuerzas del denominado Estado Islámico (ISIS, DAESH, sus acrónimos respectivos en inglés y árabe) de los yacimientos arqueológicos de Palmyra, patrimonio de la Humanidad. El Estado Islámico y sus secuaces conocen perfectamente el material que tienen entre manos: el terror. Tienen precedentes en la historia del género humano. Son los nuevos mongoles, toda vez que tienen el mismo modus operandi, que parece calcado del de aquella plaga bíblica que asoló gran parte Asia y de Europa y que destruyó civilizaciones, imperios, ciudades y sacrificó cientos de miles de vidas. Una bandera para exigir la rendición incondicional de una ciudad. Pasado un lapso de tiempo brevísimo, si no se producía una respuesta a sus demandas, otra bandera con un color diferente para advertir que no habría cuartel, como la bandera roja de los piratas de Rackham el Rojo en El secreto del Unicornio, de Tintín. “No prisoners”, como exige al ya coronel T.E. Lawrence un beduino para vengar a sus parientes asesinados en su retirada por un destacamento de soldados turcos en Lawrence de Arabia, esa película que nos sigue admirando por su retrato de la condición humana y por su belleza sobrecogedora.
Me he ido por las ramas, pero siempre vuelvo al tronco. El Estado Islámico sabe muy bien lo que hace, y como cualquier régimen despótico que se precie (sea el de Stalin, Corea del Norte, los Talibán, etc.) dispone de un arma infalible a su disposición, un arma que está dispuesto a utilizar con la dosificación maquiavélica que demanda el terror para tener verdadera eficacia. Un terror amplificado por la información que minuto a minuto recibimos a través de la red, por los videos irreproducibles con los asesinatos arbitrarios, gratuitos, refinados en su crueldad, pero siempre con un propósito y un horizonte meridianamente claros: la economía del terror. Un terror que está logrando su propósito, pues se está extendiendo como una mancha de aceite entre sociedades acostumbradas a la paz, a la prosperidad y a la previsibilidad.
¿Y cuál es el último instrumento de terror que está poniendo en práctica el Estado Islámico? No lo han inventado ellos, por supuesto, pues destruir obras de arte sistemáticamente, con el absurdo pretexto de una supuesta idolatría o por mera iconoclastia, ya estaba inventado por los mongoles. Y la destrucción de los Budas milenarios de Bamiyán en Afganistán por los talibanes hace unos años ya nos tendría que haber puesto en aviso.
Después de la destrucción de los leones alados de las ruinas asirias de Nimrod y del saqueo y destrucción del museo arqueológico de Mosul, ahora le toca el turno a Palmyra. Una joya, otra más, que nunca podré ver, a no ser con los ojos del alma o a través del telescopio (o microscopio, nunca lo he sabido bien) de la lectura. Sé que nunca podré contemplar sus ruinas desde la fortaleza mameluca de Fakr-al-Din al Maani de los sultanes Ayyubies, la dinastía del Saladino el Grande (Salah ad-Din Yusuf ibn Ayyub). El templo de Baalshamin, el de Bel (Baal), el león de Al-lat, la enorme columnata con su arco triunfal. O su sobrecogedor teatro. Pero qué puedo decir. Son los desastres de la guerra, quien ama la historia sabe de ellos.
Mas hay algo, con todo el dolor y la impotencia que siento por toda esta destrucción gratuita y salvaje de estas joyas que me deja un tanto perplejo. Esta guerra ha ya ocasionado más de 300.000 muertos y ha expulsado de sus hogares a más de 4 millones y medio de personas, pero parece que las piedras de Palmyra son más importantes que todo ese dolor humano incalculable, irreparable, irrestañable. El patrimonio cultural, tangible e intangible, es fundamental para la continuidad de la aventura humana, pero perder la noción de que la vida humana es sagrada y que todos los seres humanos somos iguales en nuestra dignidad nos puede conducir por un peligroso camino sin retorno.
Existe un sabio español llamado Javier Teixidor. Es la persona que más sabe en el mundo sobre Palmyra. Durante años atesoró la mejor biblioteca, privada y pública, sobre esa ciudad-civilización y el mundo arameo que existe en todo el mundo. Nunca olvidaré a otro gran sabio español, Francisco Jarauta, describiendo aquella maravilla digna de los sueños de Borges, que albergaba el apartamento-biblioteca de Javier Teixidor en París: “La Bibliothèque de Palmyre (declamando en su estilo inimitable, con su dicción y su prosodia tan personales), chèr Nico, no te lo puedes imaginar”.
Afortunadamente, después de la jubilación del profesor Teixidor, tras un periplo por los centros de investigación más prestigiosos a ambos lados del Atlántico, la Universidad de Zaragoza, en un gesto de inteligencia institucional que le honra, creó el “Fondo Javier Teixidor”, que acoge la biblioteca y el archivo profesional de Javier Teixidor sobre Palmyra y el mundo arameo, y le dotó de un lugar de reposo y de estudio para los mejores especialistas del mundo sobre esas materias en su Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo. Algún día iré a visitar una de las réplicas que existen en el mundo de la Biblioteca de Alejandría: “La Biblioteca Palmyra” de Javier Teixidor.
No podemos conocer el destino de las piedras milenarias de Palmyra, con los ecos de su legendaria reina Zenobia. Pero su espíritu permanecerá custodiado en la Biblioteca de Palmyra de Javier Teixidor. El libro, siempre el libro, última trinchera ante la barbarie.
Los hunos se acercan, Nicanor. Y ya no nos quedan Aecios. El último sucumbió ya sabes tú hace cuántos años y dónde. Guardémonos mutuamente el secreto.
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