La tierra de Aram se correspondía en los tiempos bíblicos con la parte central y meridional de Siria (As-Sham). A la migración espontánea de los habitantes de esta región se le añadió la costumbre endémica de los emperadores asirios de desplazar poblaciones enteras a lo largo y ancho de su imperio, ya fuera para castigar sublevaciones, para prevenirlas, o por mera arbitrariedad, que es algo consustancial al poder que se precie de serlo (algo que debió fascinar al camarada Iósif Vissarionóvich Dzhugashvili, Stalin como nombre de pluma, puesto que llevó a cabo esa política asiria de reasentamiento, concretamente en Kazajstán y Kirguizistán, tras el final de la II Guerra Mundial, de pueblos acusados, casi siempre injustamente, de colaborar con las tropas del III Reich. Esos pueblos fueron los chechenos, los ingushes, los alemanes del Volga y los tártaros de Crimea).
Aún se siguen hablando diversos alfabetos del arameo (el arameo fue, para entendernos, la lengua que habló Jesucristo), pero la mayor parte de sus hablantes son la población indígena de las tierras de la Alta Mesopotamia, conocidos precisamente como asirios. Quienes, penosamente, aunque con mucha menor presencia en los medios de comunicación, rememoran (mejor, no diremos conmemorar) ahora mismo, en 2015, el primer centenario de su exterminio al socaire de la 1ª Guerra Mundial y de la desintegración del Imperio Otomano, una catástrofe urdida y llevada a cabo por las autoridades otomanas y sus más fieles súbditos y sicarios en aquellas tareas: las tribus kurdas, que anhelaban las tierras, casas y riquezas de sus vecinos armenios y asirios.
Los cristianos nestorianos de Irak que están en comunión con la Iglesia Católica (es decir, que reconocen la primacía del Papa, conservan sus usos, tradiciones y liturgia propios, y aceptan láxamente las doctrinas teológicas de Roma) son conocidos como caldeos. Sus hermanos y correligionarios del norte del país, de Siria y de Turquía, que mantuvieron su independencia eclesiástica son conocidos, precisamente, como cristianos asirios. Utilizan como lengua litúrgica una variedad del siriaco, que es una versión fosilizada como lengua de culto del arameo.
Los asirios, después los babilonios (para ser rigurosos los neo-babilonios de los tiempos de Nabucodonosor –sí, el del Nabucco de Giuseppe Verdi– y de Baltazar) y los persas de la dinastía aqueménida utilizaron una variante culta del arameo, conocida como arameo imperial, como lingua franca de la administración de sus respectivos imperios. El arameo fue igualmente la lengua de la evangelización –tan poco conocida y reconocida en Europa– de Asia, desde Irán hasta las costas de Kerala, en la India, donde la tradición afirma que llegó el propio Santo Tomás, de ahí que las comunidades cristianas que aún perviven en las costas del Índico sean conocidos como “los cristianos de Santo Tomás”. Existe una teoría que defiende que el alfabeto del sánscrito, la devanagari (“escritura sagrada”), procede de los caracteres con los que se escribía el arameo, cuya influencia sobre el subcontinente indio comenzó ya en época aqueménida.
En arameo se llevó a cabo igualmente la evangelización de Asia Central, pues antes de que el Islam lo fuera reemplazando el cristianismo fue una religión que se extendió a lo largo de toda la ruta de la seda mediante la predicación de los cristianos nestorianos al socaire de las caravanas y el comercio.
El arameo como lengua y como expresión milenaria de una cultura agoniza, como están agonizando y se desintegran las escasas poblaciones que aún lo hablan, o lo hablaban hasta hace muy poco, en el norte de Irak y de Siria y en el sur muy sur de Turquía. La guerra abierta en Siria e Irak –en este malhadado país ya desde hace décadas– le ha dado la puntilla definitiva a estos cristianos de Oriente que rezan el padrenuestro aún en una lengua muy parecida a la que Jesús usó con sus discípulos en la última cena.
Tras vivir durante siglos, con periodos de mayor o menor tolerancia –no nos creamos a pies juntillas todos los tópicos bienintencionados de la convivencia armónica de las tres culturas del Libro en Toledo, en Córdoba, en Granada, en Fes, en Egipto, en Siria o en Mesopotamia– las comunidades cristianas de Oriente, al igual que les sucedió unas décadas antes a las aún más antiguas comunidades judías de Oriente (debido a la creación del Estado de Israel y las guerras posteriores, que fueron una auténtica catástrofe para los judíos de los países árabes, otra naqba, como la que sufrieron un poco antes los palestinos. Todo depende del dolor con el que se mire), están siendo borradas del mapa.
Al igual que en el resto de su milenaria historia, la emigración –la deportación y en el más extremo de los casos el exterminio, si en la ecuación entran los salvajes del EI, ISIS o DAESH– se ha acabado confirmando como el destino del arameo errante, del que nos habla Javier Teixidor en un bellísimo libro del que este pecio toma prestado su título (Mon père, l’Araméen errant).