Cuando iba a la escuela, nuestro maestro comenzaba siempre las clases de la tarde con un dictado procedente de un libro a tal efecto, el libro de los dictados. Una vez que quedaban corregidas las faltas de ortografía, don Indalecio, que así se llamaba mi maestro, nos hacía leer ante la clase una o varias palabras cuyo significado habíamos consultado previamente en el diccionario en nuestras casas. Creo haber olvidado casi todas las palabras que fui llevando a la palestra salvo un puñado de ellas procedentes de unas lecturas encadenadas de algunas novelas de Emilio Salgari, concretamente El león de Damasco y El capitán Tormenta. En alguna ocasión he defendido, sin un ápice de choteo, que Salgari/Verne debería se asignatura troncal en la EGB. Perdón, creo que ahora se llama primaria.
Sigo recordando aquellas palabras porque aún me siguen pareciendo un verdadero conjuro, como el santo y seña de una sociedad secreta constituida por unos pocos elegidos. ¿Cuáles eran aquellas palabras? Su música, su magia y su misterio siguen intactos, como en aquel momento fundacional en que me incliné por primera vez ante un diccionario para correr el velo: jenízaro, espahí, odalisca, eunuco, harén, rumí, profeta, alfanje, cimitarra, barbacana, baluarte, etc. El viajero, como ha dicho Diego Valverde, es un niño, y el niño, añado yo, comienza a viajar cuando lee.
A menudo me doy cuenta de que sigo recitando aquellas palabras —las palabras de mi tribu— a modo de letanía para invocar aquel desván de la infancia en el que leí aquellas novelas de Salgari y otras tantas. En mi magín llamo a estas invocaciones glosas jenízaras y les puedo asegurar que son un poderoso antídoto contra el tedio, el spleen y la saudade. Pues no hace falta ser ni un poeta maldito o un vecino de Chiado para experimentar esos sentimientos, en especial las tardes de domingo, ese invento de los dioses para hacer aún más miserables las vidas de los hombres y su paso por la tierra.
Jenízaro viene en castellano del italiano giannizzero, pues fueron los venecianos quienes trabaron contacto —casi siempre, no hace falta recordarlo, inamistoso— con “el Turco” desde la irrupción de los otomanos en el panorama del Mediterráneo oriental a partir del siglo XIV. La voz veneciana procede del turco yani çeri, literalmente “tropa nueva”; en realidad, solo la 4.ª acepción del diccionario de la academia guarda relación con el significado original de la palabra: “soldado de infantería, y especialmente de la Guardia Imperial turca, reclutado a menudo entre hijos de cristianos”.
Los otomanos recaudaban una suerte de impuesto de sangre entre sus súbditos dhimmies o “no musulmanes”, la devşirme, consistente en contingentes de niños que pasaban a formar parte de un ejército de esclavos educados en el islam y pertenecientes al sultán otomano. El jenízaro es el guerrero perfecto, aquel que todo comandante desearía mandar en el combate. A diferencia de los miembros de otras milicias, el jenízaro no es ni un ciudadano conscripto ni mucho menos un mercenario, el jenízaro no tenía raíces familiares ni posibilidad de crear una estirpe (les estaba prohibido casarse). Sin pasado, ni tampoco futuro, el jenízaro sólo tenía un horizonte: los designios de su señor y propietario, el sultán otomano. Con el paso de los siglos, esta extraordinaria milicia que recorrió prácticamente invicta los campos de batalla de tres continentes se acabó apartando de sus orígenes y llegó a convertirse en una espada de Damocles que pendía encima del sultán de turno. Los mismos guerreros implacables que el 29 de mayo de 1453 expugnaron las inexpugnables murallas de Constantinopla en el asalto final que Mehmed II Fatih (“El conquistador”) lanzó para conquistar la Kizil Elma, “la manzana dorada”, el objeto de deseo del Islam desde sus comienzos.
En castellano nos ha quedado esta palabra, con algunas curiosas acepciones —las tres primeras que recoge el DRAE— al otro lado del océano Atlántico. Sirvan estas líneas para iluminar un poco sus orígenes y para recordar durante un instante, la eternidad, los desvanes de la infancia.
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