Una rosa es una rosa es una rosa. ¡No le toques ya más,/ que así es la rosa! De Gertrude Stein a Juan Ramón Jiménez. De su poema inimitable, uno de los más breves de la lengua castellana, a la voz maravillosa de Rocío Márquez.
La rosa. Siempre, la rosa. El nombre de la rosa. Le roman de la rose. El agua de rosas de los persas, y de los árabes, y de los otomanos, en sus perfumes, en sus delicias turcas y siropes.
Y para cultivadores de rosas, los sultanes otomanos, que escribían poemas en persa y cultivaban sus jardines. Los pétalos de rosa. Gülhane, “cámara de rosas”. Gülistan, “rosaleda”. Las legendarias rosaledas otomanas de los siglos XV y XVI, en Bursa, en Iznik (Nicomedia), en Edirne (Adrianópolis) y por fin en Constantinopla, la Manzana Roja (Kizil Elma) de los Señores del Horizonte, el objeto de deseo de todos los musulmanes desde el comienzo del Islam, desde que los árabes asediaron la ciudad por primera vez. Hasta que el sultán Mehmed II Fatih conquistó Constantinopla, a quien un cuadro (no el de Gentile Bellini) representa precisamente disfrutando del aroma de una rosa.
O como los patricios norteamericanos en sus fincas de Nueva Inglaterra. Como los Roosevelt, nombre de la aristocrática (para los estándares del Nuevo Mundo) familia de origen holandés que dio dos presidentes a los Estados Unidos, pues su nombre significa literalmente “jardín de rosas”. I never promised you a Rose Garden, o la versión de Duncan Dhu, “y te haré reina en un jardín de rosas”.
Como por ensalmo llega a este pecio el Valle de las Rosas, en torno a la ciudad de Kazanlak, en Bulgaria, justo al sur de los Balcanes, un valle consagrado completamente al cultivo de las rosas, no en vano produce más del 80% de la producción mundial de esencia de rosas. El paraíso terrenal debió de ser algo muy parecido. Y Patrick Leigh Fermor, en el tramo final (así se titula la tercera parte de su maravillosa trilogía) en su viaje a pie a Constantinopla, que sigue cautivando nuestra imaginación, se detuvo en aquel paraíso y nos legó un relato que nos conmueve por su belleza y su capacidad de evocación de la rosa de Kazanlak y del Valle de las Rosas, la quintaesencia (nunca mejor dicho) de la belleza.
Del nombre de la rosa procede el Rosario, el conjunto, bastante barroco, todo hay que decirlo, de oraciones dedicadas a la Virgen, a la que se comparaba con la más bella de las flores, perdón, a la más bella de las flores se la compara con La Torre de Marfil, con El Arca de la Alianza, etc., la madre de nuestro salvador, Jesucristo. Y para llevar el cómputo se usaba precisamente un rosario de cuentas. Lo que no tengo tan claro, puesto que el culto del Rosario es tardío, del siglo XIII, sospechosamente de la época de Las Cruzadas es de donde viene el rosario como objeto sacro. ¿Podría ser una influencia musulmana, del rosario que utilizan para rezar en soledad los musulmanes (y muchos cristianos, como los griegos, por influencia otomana, el komboloi)?
En español —y en otras lenguas romances, y no sólo romances, también—, el término «rosa» proviene directamente y sin cambios del latín rosa (¿quién no recuerda el paradigma de la primera declinación: rosa, rosae?) con el significado que conocemos: «la rosa» o «la flor del rosal», evolución del latín arcaico rodia. Éste último arcaísmo latino es, a su vez, préstamo —a través del osco— del griego antiguo ρόδον (rhódon) “la rosa”, “la flor del rosal”.
El color rosa de la aurora de Homero, “la de los rosados dedos”, una de las imágenes más bellas de la poesía universal, rhododáctilos éos. Pero la rosa, ex oriente lux, como tantas cosas hermosas viene de Oriente. Rhodos era el nombre de la isla griega del Dodecaneso de Rodas (que dio nombre a su colonia de la Costa Brava, cerca de Ampurias, Rosas). Su nombre tal vez venía de rhódon, “rosa”, o de rhoia, “granada”. Aunque hay quien afirma que la palabra procede del fenicio erod, “serpiente”, por la cantidad de ofidios que infestaban la isla.
A partir del griego antiguo rhódon hay una especialización del término como “efluvio oloroso”, “lo que es fragante”. Encontramos raíces similares en otras lenguas indoeuropeas, como el persa antiguo VeReDa (y sus dialectos: avéstico WaRDa y sogdiano WaRD). Tal vez esa voz irania a través de Armenia y Frigia llegó a Grecia. En cuanto a la base, el núcleo deriva de una raíz indoeuropea *vardh – o *vradh– “crecer”, “erguir(se)”. Y de Persia, cómo no, llegamos a la india y nos encontramos con que rosa podría ser otro sanscritismo ibérico, pues en sánscrito wardh-as, significa “germinante”, y wardhati, “elevar(se)”, “prosperar”.
Una antología es una colección de flores, y la flor, por excelencia es la rosa. Un antólogo podría ser literalmente un jardinero de rosas. Existen muchísimas palabras en nuestra lengua, aunque en registros muy especializados, como la onomástica (arcaica) y la botánica, que contienen la raíz griega antos, ya sean nombres de flores o de personas. Recordemos algunos. Crisanto, Crisantemo (“la flor de oro”), Agapanto (“la flor del amor”), Amaranto (“la flor que nunca se marchita”), Antia, Antemio.
Y, por último, pero no lo último, Antonio, un antropónimo romano de origen helénico que daba nombre a la gens Antonia. La gens Antonia, mi propia familia, pues muchos de sus miembros llevan ese nombre familiar: mis dos abuelos, Antonio Gómez Soto y Antonio Villegas Villegas, mi madre, María Antonia Villegas Ortega, todos los hermanos de mi madre de segundo nombre: Manuel Antonio, José Antonio, Miguel Antonio, Ventura Antonio y Joaquín Antonio, mi inolvidable tío Quinín. O de primero, como el único tío que me queda, mi tío Toño, y su mujer la tía Toña y su hijo, Toñín. Sí, lo han adivinado, en nuestra familia les llamamos “los Toños”.
Mi hermano Toni, Mi sobrino. Mi propia hija Genoveva, como nombre de pila, en recuerdo de su abuela Toña, a quien, por unos pocos meses, pudo conocer y recibir su bendición. Pues una madre ve su obra culminada cuando sus hijos son a su vez padres. Sangre de su sangre. Por eso quise darle ese nombre, para recordar siempre a mi madre al pensar en el tercer nombre de mi hija, porque recordar es traer de nuevo al corazón. Y recordar, en tiempos de Jorge Manrique (Recuerde el alma dormida. Ya no puedo leer las coplas sin escuchar la voz de Amancio Prada) era “despertar”. Despertar, volver a la vida. Abandonar la tierra prometida del olvido, donde quiera que habite este. Porque recordar, despertar, rememorar, siempre es lo mejor. Aunque a veces la memoria duela. Pero sin duelo no hay esperanza ni futuro.
Recordar. Al entrar en un jardín de rosas. Al oler el aroma de una rosa. Y No le toques ya más, que así es la rosa. Porque una rosa es una rosa es una rosa es una rosa.