En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
Siempre Jaime Gil de Biedma. Aunque no podamos seguir íntegramente su programa para una vida feliz (De vita beata) y nos resistamos a la dieta del loto para evitar perder, precisamente, la memoria; como nos cuenta Homero que les sucedía a los devoradores del loto, los lotófagos. O porque no haya una casa, ni al lado del mar. Ni tierra adentro, en las montañas.
Negarnos a perder la memoria, aunque a veces duela, aunque a veces sea cruel, porque la memoria, como sabían bien los antiguos, es una de las potencias superiores del alma. Y con ella se construían –y se construyen– palacios. Palacios de la memoria. Works of the human mind.
La memoria, el deseo, la curiosidad y el amor, las fuerzas motrices de la vida, las vigas maestra de nuestra bóveda personal. We haven’t enough of living, precisely because Love reign o’er us.
Volver. O tal vez nunca nos es dado volver de donde un día nos fuimos. Aunque alguna vez tengamos la ilusión, el espejismo de que vemos regresar a alguien de donde nadie vuelve. De un bar de Oaxaca. Bajo el volcán. O como un espectro superviviente de las trincheras de Flandes y las tempestades de acero y el Trommelfeuer. De los Mares del Sur de Stevenson, de Gauguin.
Aunque Orfeo sí logró regresar del Hades, donde había ido a buscar a Eurídice para tratar de llevarla de regreso a la cueva de los nadadores y al pabellón de la gloria. Pero recordemos que Euridice se quedó en el Hades para toda la eternidad, por volver, como la mujer de Lot, la mirada hacia atras. Porque ninguna de las dos pudo soportar dejar lo que dejaban atrás sin volver la vista, precisamente, hacia atrás.
Y es que, como creían los antiguos griegos y romanos, es muy fácil descender al Hades, pero harto difícil encontrar el sendero para salir de allí. Como lo lograron hacer, aunque totalmente transformados por la experiencia, Orfeo, Ulises y Dante. Pero los tres, claro está, eran poetas. Al resto de los mortales más nos vale no tentar la suerte. No en vano el príncipe de Dinamarca temía esa gran incógnita, ese gran quizás: a ese país desconocido, de cuya linde/ ningún viajero regresa.
O tal vez los viajeros no quieren regresar del Hades porque puede que no sea un lugar tan inhóspito como a veces imaginamos. Como la Cueva de Montesinos. Tal vez allí no exista la memoria. Tal vez sea la terre promise de l’oublie.
Como decía Catulo en su poema 3°: Este ahora avanza por aquel camino tenebroso/de donde dicen que nadie regresa. Más aún si al animalillo del que habla, la mascota de su amada, lo acompaña en su mutis final la música de Die Götterdämmerung.
¿Y sí, no obstante, se logra regresar de donde nadie vuelve? ¿Para qué? ¿Para buscar una torre o castillo de piedra fortalecido? Tal vez para plantar unos rosales y unos árboles, haciéndolo, a diferencia de Chateaubriand, con la certeza de que no los vamos a ver crecer (plantar árboles conscientes de eso mismo. Tal vez el principio de toda sabiduria humana. Nuestra vida, nuestra tarea: plantar olivos).
O, como el Señor de la Torre de Juan Abad:
Retirado en la paz de estos desiertos,/con pocos, pero doctos libros juntos,/vivo en conversación con los difuntos,/y escucho con mis ojos a los muertos.
¿Volver?
Volver, pasados los años,
hacia la felicidad
—para verse y recordar
que yo también he cambiado.
Siempre De vita beata. Siempre Volver. Siempre porvenir.
Contra mundum. Aunque llegue El temblor. Aunque caiga El diluvio. Siempre. Convéncete. Debes cambiar de vida (Rilke). Debo cambiar de vida. Più nessuno mi porterà nel Sud.