El Paraíso, antes de llegar a ser lo que es para las gentes del libro (judíos, cristianos, musulmanes, todos oramos al mismo Dios, aunque esto no se encargue nunca nadie, o casi nadie de recordarlo) o una de las partes más conmovedoras (In Paradisum) del Requiem de Fauré, era el nombre que recibía el muro circular de los huertos y jardines de los soberanos persas de la dinastía aqueménida. La palabra llegó a nuestra lengua desde el griego paradeisos a través del latín paradisus, pero su origen está en una lengua indoirania. En lengua avéstica pairidaēza es el resultado de la combinación de pairi “alrededor” (cf. con el griego peri: ambos proceden de la raíz indoeuropea *per-) + daēzā “muro”. Es curiosa la evolución de esta palabra: una parte que pasó a designar el todo, para acabar nombrando algo de una índole muy superior a aquella para la que fue acuñada.
Los mercenarios de los ejércitos persas que procedían de la austera Esparta se quedaron estupefactos al ver al Gran Rey de los persas plantar y cuidar personalmente sus propios árboles y plantas en su jardín (la religión zoroástrica estimulaba el cultivo de huertos, parques y jardines).
Jenofonte en su maravillosa Anábasis (“Huída hacia arriba”, antónimo de Katábasis) escribió acerca de los pairidaēza que rodeaban uno de los huertos soberano persa en una ciudad de Frigia, transcribiendo la palabra como paradeisos para referirse no sólo al muro, sino también a los enormes parques que esos muros circundaban, en los que los nobles persas practicaban la caza.
La palabra, con la carta de naturaleza que le dieron Jenofonte y otros viajeros, se incorporó a la lengua griega y fue usada en la traducción del Génesis de los Setenta (conocida también como Septuaginta) para hacer referencia al Jardín del Edén. En las traducciones del Nuevo Testamento (cf. Lucas 23.43) paradeisos adquirió un nuevo matiz, pasando a ser “cielo”, con el sentido de “lugar como el Paraíso”. El itinerario de esta palabra en la teología cristiana y en el arte occidental es riquísimo.
El Edén descrito en el Génesis es un “lugar placentero”. Procedente de la lengua en que fue escrito el Génesis, el hebreo edhen significa “placer, deleite”. En un entorno desértico la idea de la felicidad debía estar íntimamente relacionada con un bien tan valioso como el agua, clave de la vida y de la muerte en el desierto del que procedían los pueblos semitas. Por ello la palabra edén podría estar relacionada con la raíz ugarítica *’dn, “un lugar bien provisto de agua”. Un oasis, en nuestra imaginación, también hace referencia a la presencia de agua en un ambiente desértico. El DRAE lo define en su primera acepción como “Sitio con vegetación y a veces con manantiales, que se encuentra aislado en los desiertos arenosos de África y Asia”. También se nos dice que en última instancia el griego óasis procede del egipcio wh′t “región de los oasis”. En copto esa palabra evolucionó en wahe, ouahe, que significan “morada, oasis”, de ouih “morar”. Algo muy interesante para esta bitácora, una morada de la melancolía.
Otro lugar placentero es el locus amoenus de la literatura occidental (del latín amoenus viene “ameno”), un lugar cerrado como los parques y jardines de los persas donde alguien ha elegido vivir confortablemente, a salvo de los sufrimientos de la vida exterior.
Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano afirmó que el nudismo y los movimientos de liberación sexual eran claros indicios de la nostalgia del edén, un deseo de descansar en un estado paradisíaco anterior a la Caída, cuando aún no existían el pecado ni el conflicto entre los placeres de la carne y la conciencia.