Los francos eran una estirpe germánica que se estableció a finales del Imperio Romano en la desembocadura en el Mar del Norte de los ríos de la actual Holanda y Bélgica (la costa era bastante diferente de la actual). Un poco más al norte tenían su emplazamiento los sajones. Los francos fueron asentándose dentro de los limina o fronteras del Imperio durante el siglo V, en calidad de foederati (es decir, un pueblo que había concertado un foedus o tratado de alianza con los romanos; esta palabra es el origen de “federal” y “federación”) el siglo de la descomposición de las estructuras imperiales en las antiguas provincias de la diócesis de Las Galias (una diócesis es un término administrativo romano del que proceden las diócesis eclesiásticas de la iglesia católica). En el año 453 la mayor parte de las tropas con las que el general Aecio contó para vencer a Atila y sus hunos en la batalla de los Campos Cataláunicos eran mercenarios francos y los contingentes que otros pueblos germánicos que se habían ido estableciendo en la Galia tuvieron a bien enviar a la gran batalla contra el enemigo común, entre ellos los visigodos, cuyo rey Teodorico murió en la batalla. Sus súbditos, en vez de salir en desbandada, nombraron rey en mitad de la batalla a su hijo Turismundo. Nunca se pudo decir con más justicia aquello de “El rey ha muerto. Viva el rey”.
Después del canto de cisne romano que fue el efímero reino de Siagrio (conocido por los francos y otros germanos como “Rey de los Romanos”, aunque Aecio ya fue considerado como “el último romano”) en el norte de Francia (464-486) los francos salios con su primera dinastía, la merovingia, se hicieron con el control de la situación al norte del río Loira, dejando hasta la victoria de su rey Clodoveo en la batalla de Vouillé (507) a los visigodos el control del sur del río.
Franco significa en el idioma de este pueblo “libre”, por lo tanto con este etnónimo (nombre con el que un pueblo se designa a sí mismo) los francos proclamaban a los cuatro vientos que eran un pueblo de hombres libres.
Durante la edad media hispánica los francos eran los emigrantes del otro lado de los Pirineos que se fueron estableciendo a lo largo del Camino de Santiago, sobre todo porque los fueros de las villas que surgieron al socaire de esa ruta espiritual y comercial concedían condiciones muy ventajosas a esos emigrantes cualificados de los que tan necesitadas estaban esas nuevas villas. En algunos casos sus barrios, como en Pamplona, tuvieron autonomía y jurisdicción especial.
Los cuerpos francos (Freikorps) eran los bashi-bazuks, valga el abuso de la expresión, o soldados irregulares de los ejércitos europeos desde la guerra de los 30 años y aun antes, con los lansquenetes (Landsknecht, “los muchachos del país, de la región”). Eran libres en el sentido de que no estaban sometidos a la disciplina de los cuerpos militares regulares. Con sus ventajas y sus inconvenientes. Nunca olvidaré un texto judeo-español que describía el asedio de Belgrado de 1789 por los austriacos. En un pasaje del texto se hablaba con pavor de los freyicores, tal y como el oído de aquellos españoles de religión mosaica establecidos en las lejanas marcas septentrionales del Imperio otomano entendían la palabra alemana Freikorps. De repente, pensé, “Eureka. Está hablando de los Freikorps”.
Y libres se consideraban también los canteros que trabajaban en la construcción de las catedrales europeas. Esos maçons acabaron escalando muchísimo en la escala social a través de sus logias gremiales, conocidas como franc-maçonnerie (free-masonry en inglés). Sí, ese es el origen, un tanto más humilde que el Templo de Salomón, de la masonería, o francmasonería.
Amin Maalouf escribió un libro fundamental, Las Cruzadas vistas por los árabes. En ese libro se nos cuenta la historia de Las Cruzadas desde la perspectiva de los adversarios de los cristianos –a quienes Steven Runciman consideró “la última invasión de los bárbaros”–, los árabes, o más bien los musulmanes, pues no podemos olvidar a los mamelucos, a los kurdos o a las diferentes estirpes túrquicas que se enfrentaron a los invasores europeos a los que denominaron al-Faranj (“los francos”).
Desde la IV Cruzada (1202) el derrocamiento del emperador bizantino por los cruzados dio lugar al Imperio Latino de Constantinopla con todo su entramado feudal de condados y baronías por Grecia y las Islas del Egeo. Este período es conocido por los bizantinos como frangokratía (como el dominio otomano fue denominado turkokratía); dado que la mayor parte de los usurpadores eran aventureros de las tierras de Francia, todos aquellos que procedían de la cristiandad latina eran conocidos como frangoi, es decir, de nuevo, “francos”. La expresión tuvo tanta fortuna que incluso tras la independencia de Grecia del Imperio otomano quien vestía a la moda occidental del XIX se decía que vestía alafranga, “à la française”.
Los otomanos (no los llamemos turcos; ellos no se denominaban así, pues lo consideraban un calificativo peyorativo de los cristianos) y los persas también denominaron así a los cristianos latinos y a los occidentales (farangi). El término incluso llegó a la India, en primer lugar porque hubo un imperio francés en la India, pero luego por extensión se llamó feringhi en las lenguas indostánicas a todos los infieles europeos, incluidos los ingleses (angrezi).
En nuestra lengua, la expresión “hablar con franqueza” significa hablar con libertad, sin cortapisas. Una franquicia es un permiso de una autoridad para realizar una actividad de índole comercial. De los francos vienen también los nombres de persona Francisco, Francesco, Franz, Ferencz. Y lingua franca era el nombre que en época de Carlomagno recibía la lengua de los francos, el fráncico (teutsch, para los otros pueblos germánicos; de ahí vienen el español lengua tudesca, el italiano tedesco y el alemán moderno Deutsch. Y el genérico teutón para refererirse a todos los pueblos de estirpe germánica).
La expresión se acabó aplicando a las lenguas que servían para las relaciones comerciales a pueblos que no hablaban el mismo idioma. Primero el latín y después el sabir, la lingua franca mediterránea por excelencia, que tenía más palabras italianas, españoles, árabes y turcas que francesas, pero que conservó el nombre original. Cervantes en su etapa argelina aprendió esa lengua para poder entenderse con sus captores y con muchos compañeros de cautiverio. Hoy los lingüistas prefieren utilizar para denominar a ese tipo de lenguajes con una gramática muy básica y un vocabulario tomado de diferentes lenguas el tecnicismo pidgin (“lengua simplificada”, pronunciación china de la palabra business) en vez de lingua franca. Y aquí termina la historia del devenir de la palabra franco, con su larga y prolija estirpe. Con franqueza. Y con Francisco Franco, hombre libre en nombre y apellido. Aunque, el hábito –y en este caso el nombre– no hacen al monje. O al tirano.