En Historia Antigua existe una subdisciplina, alemana, por supuesto, denominada precisamente Limesforschung, “Investigación sobre el Limes”, porque el Limes ―los Limina romanos (también los había en la frontera con los partos y en el norte de África para tratar de mantener a raya a las tribus bereberes, los mauri)– era algo más que una frontera. Era una civilización. Una civilización con una lingua franca, el latín militar, que servía como medio de comunicación entre los legionarios, procedentes de todas las provincias del Imperio, y la población a un lado y a otro de la frontera. Con el tiempo esas fronteras se acabaron haciendo tan permeables que los pueblos de estirpe germánica (o asiática, como los Hunos y los Alanos) las desbordaron con facilidad, e incluso los propios emperadores encomendaron la defensa de esas fronteras, un concepto ya totalmente anacrónico y un proyecto fútil, a contingentes de esos mismos pueblos que llevan un tiempo asentados ―no les había quedado otro remedio a los romanos que aceptar los hechos consumados― en el interior de sus fronteras en calidad de foederati (es decir, pueblos con los que se había establecido una alianza o foedus) al servicio del Imperio.
El concepto de frontera fue evolucionando y adquiriendo nuevos matices. Los romanos llegaron a plantearse cambiar su doctrina militar y substituir los ríos, su defensa natural, por cordilleras, lo que hubiera supuesto un esfuerzo militar titánico y el Imperio ya no tenía energías para realizar esa labor hercúlea. El limes, los limina, fueron viniéndose abajo físicamente, pero sobre todo mentalmente, por decadencia de la voluntad de mantenerlos a toda costa. Hubo un momento que no había fondos para mantener esas fronteras ni hombres para guarecerlas, ni siquiera un Imperio que proteger.
Produce una cierta melancolía pensar en ello, pero no hay Imperio que no entre en decadencia ni desaparezca, ni frontera que dure una eternidad.
Los persas sasánidas y después los árabes se aprovecharon de la decadencia del limes romano en la actual Mesopotamia para invadir las tierras de las provincias de Siria. Los bereberes o mauri hicieron lo propio en el norte de África, apoderándose de las fértiles, romanizadas y cristianizadas tierras de la costa del norte de África. Y los bizantinos durante varios siglos, hasta Manzikert (1071), trataron de detener en las fronteras naturales de Anatolia primero a los árabes y más tarde a los turcos selyúcidas. Esa derrota marcó el final del helenismo en gran parte de la península y de su progresiva turquización e islamización.
Al igual que nuestros romances fronterizos, que narran las gestas de los combates entre musulmanes y castellanos en las fronteras del Reino Nazarí, las akritiká tragoudía, “las canciones de los hombres de la frontera”, cantan las gestas de los legendarios guerreros fronterizos que defendieron Anatolia entre el siglo VII y el XII, hasta Manzikert, primero de los árabes y más tarde, infructuosamente, de los seluyúcidas. El más famoso de esos romances fronterizos fue el de Digenís Akrítas, “el fronterizo de las dos estirpes” (árabe y bizantina), para muchos filólogos la obra que marca el comienzo de la literatura griega moderna.
Los pueblos germanos que se acabaron asentando en las tierras devastadas de la parte occidental del Imperio Romano también fueron estableciendo fronteras, algo hasta entonces ajeno a ellos, principalmente para separar sus esferas de influencia. De sus lenguas el latín tardío adoptó marca, *mark en las lenguas germánicas, territorio fronterizo, que daba nombre a uno de las estirpes (Stämme) germánicas: los Marcomanos, “los hombres de la Marca”. La palabra y el concepto que designaba tuvieron fortuna por toda Europa: march en Inglaterra, mark entre los pueblos nórdicos (Danmark, Dinamarca, “la marca de los Daneses”; Telemark, nombre de un condado de Noruega que siempre recordaremos por la película bélica Los héroes de Telemark; y en la propia Noruega Finnmark, la marca de los Finn, el nombre que los escandinavos dan a los Sámi, los Lapones), Le Marche en Italia, Ostmark , “la marca Oriental”, el origen de Austria, y Steiermark, Estiria, en la actual Austria. La palabra marca acabó denominando a muchas de las zonas fronterizas en gran parte de Europa. Y al responsable de estos distritos fronterizos se le dio el título de marchese, marquis, marqués o margrave (del alemán Markgraf, “el conde de la marca”).
Incluso en España teníamos la Marca Hispánica, que separaba el Imperio Carolingio de las tierras islámicas de la Península Ibérica. Y los propios musulmanes de Al-Andalus tenían sus propias marcas para defender sus tierras de las incursiones cristianas: “la marca septentrional”, al-Tagr al-Andalus, creada por el emirato de Córdoba, con capital en Zaragoza; “la marca intermedia”, al-Tagr al-Awsaf, con capital en Toledo; y “la marca meridional”, al-Tagr al-Adna, o “marca lejana”, al-Tagr al-Aqsa, con capital en Mérida.
El origen de la palabra marca es indoeuropeo, la raíz *mereg, que significa “límite” (como limen, de donde viene “liminar”). Esa raíz dio lugar al latín margo, de donde viene “margen”, y el persa y, procedente de esta lengua, el armenio marz, lengua en la que actualmente significa “región”. En alemán moderno la palabra que designa a la frontera es Grenze y se trata de un préstamo del eslavo granica, una palabra vivita y coleando en polaco, esloveno, serbio y otras lenguas eslavas. Algo que no carece de lógica, pues los eslavos constituyeron marcas para protegerse de los pueblos germánicos que avanzaban a través de las tierras eslavas en su Drang nach Osten y estos pueblos a su vez adoptaron como préstamo esa palabra para designar a sus propias marcas para proteger sus regiones fronterizas con los pueblos eslavos.
Las marcas han acabado quedando como un fósil lingüístico en muchas de las lenguas europeas. Sin embargo, las marcas han vuelto con mucha fuerza a la vieja Europa, debido al desmoronamiento como un castillo de naipes del espacio europeo de movilidad conocido como “Espacio Schengen” y a nuestro profundo desconcierto ante los desafíos que plantea la llegada de miles de migrantes que huyen de sus países devastados por las guerras civiles (Siria, Afganistán, Irak), pero devastados también por nuestra pasividad o cinismo manteniendo el statu quo en la zona que han permitido a auténticos sátrapas mantenerse en el poder durante décadas, incluso llegando a constituir dinastías, como es el caso de los Asad. Claro está que la responsabilidad fue mucho más grave cuando las actuales potencias imperiales optaron por visionarios proyectos de exportar la democracia occidental a través de bombardeos e invasiones, como en el caso de Afganistán e Irak.
Este desconcierto actual nos ha despertado de nuestro sueño, tal vez ingenuo, tal vez utópico, pero un sueño hermoso, qué duda cabe, de una Europa sin fronteras, provocando el efecto perverso de la pérdida de una voz común para todo la Unión Europea y el enrocamiento de muchos de sus países en una defensa cicatera y con muy poca visión a largo plazo de sus propias fronteras.
La Frontera —las Fronteras— a la que rinde homenaje esta revista con la que me honra colaborar, está más de moda que nunca. Pero no hay frontera que no acabe convirtiéndose en anacronismo puro o Imperio o voluntad humana que pueda detener a los pueblo que huyen debido a una catástrofe climática o al terror (Völkerwanderungen).
Sea debido a la sequía, la desertificación, la llegada de una nueva glaciación (o un largo invierno de varios años), o el temor a Hunos, Húngaros, Turcos, Tártaros o Mongoles o el Daesh, la historia, magistra vitae, como nos señaló el viejo Heródoto de Halicarnaso, más de actualidad que nunca, nos enseña que es imposible detener a los aporoi o desheredados de la tierra o ponerle diques al mar, aunque los holandeses lo hayan intentado con éxito desde hace varios siglos.
Agradezco a mi amigo José del Río Mons © la cesión para este artículo de su fotografía “Muro Negro” .