Aguas pantanosas. En nuestra lengua es una expresión equivalente a cave canem (“cuidado con el perro”). Atolladero. Lodazal. Lugar o, figuradamente, tema de conversación de los que es mejor apartarse, porque en ese tipo de lugares y de temas es muy fácil adentrarse, pero salir resulta harto más complicado.
Roma nació en aguas pantanosas, en los pantanos que existían entre las colinas, siete, para contar con un número mágico, en donde se enclavaban siete poblados separados ―y unidos― por aguas pantanosas. Un proceso de sinecismo convirtió los siete núcleos iniciales en uno solo. La historia fue contada a través de un mito, que no es algo baladí o infantil, sino una explicación de la realidad de una complejidad cibernética: los seres humanos no sabemos, no podemos vivir sin mitos, por lo que mitómano debería dejar de ser un término peyorativo. En ese mito, que todos conocemos, hay un par de gemelos abandonados, una loba, y el primer fratricidio europeo (por la Biblia ya conocemos otro muy importante): Remo se burló del muro que había construido su hermano, superándolo de un salto sin pértiga. Y Rómulo se tomó la cosa muy a mal; tanto que se cargó a su hermano y no contento con ello le dio su propio nombre a la ciudad que había fundado. Fin de la historia. O mejor dicho, comienzo de la historia que nunca acaba, pues Roma, como todos sabemos, es la Ciudad Eterna.
Entre aquellas colinas, como apuntábamos, había aguas pantanosas. Un palude o paúl o paular del latín palus, –dis, “laguna, charca, sitio pantanoso”. Tenemos otros sinónimos: lama, marjal; incluso palabras derivadas: paludismo, palafito, que siempre nos llevan a la noción de aguas pantanosas. Debía ser complicado hacerse senda por aquella marisma o camarga (“lo que está al lado del mar”, La Camargue (Francia), Camargo (Cantabria, España); esa labor se encomendó a unos chamanes que se ocuparon en primee lugar de hacer puentes físicos, los pontifices, de pons, pontis, “puente” y facere, “hacer”; más tarde a sus labores también se les añadirían otras de carácter mágico, como hacer o levantar puentes entre los vivos y entre los vivos y los muertos, en una serie de ritos arcanos. Con el tiempo, esos chamanes acabarían dando en uno de los más importantes collegia sacerdotales del culto de la religión romana, el de los pontifices, comandado por el pontifex maximus, “el sumo pontífice”, una responsabilidad y honor muy codiciado en Roma. Además de los deberes sacros, ese sacerdote debía ocuparse del mantenimiento de los puentes que atravesaban el Tíber, pues los pantanos ya se habían desecado, o los habían desecado los etruscos.
Curiosa religión la romana. Llena de mecanismos que podríamos calificar de jurídicos, pues la mente romana era muy jurídica, no en vano inventó ese sistema que ha llegado hasta nosotros que es el derecho romano. Existe una frase que nos servirá para comprender un poco mejor esa religión: “te doy para que des”, do ut des. A los dioses había que complacerles, o aplacarlos, con una serie de sacrificios llevados a cabo por unos sacerdotes específicos y un ritual fosilizado e inmutable: si se producía un simple error había que comenzar de nuevo, pues de ese modo el rito perdía toda eficacia.
Roma sigue, como civilización, aún entre nosotros. En las labores y los ritmos del campo, en los días de la semana, en nuestra lengua, en nuestro derecho, en gran parte de nuestro tejido mítico y simbólico. Y sigue viva, más bien reencarnada, en un nuevo avatar, su heredera: la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. ¿Y cuál sigue siendo uno de los títulos y responsabilidades del Papa y Obispo de Roma? Lo saben de sobra: Sumo Pontífice. Aunque Roma ya no sea un marjal y el Tíber no venga con la fuerza de antaño, alguien debe seguir ocupándose de las aguas pantanosas. Y en Roma, más que en ningún otro lugar, de estas hay muchas y variadas.