Hubo un periodo en la historia de España en la que todos los préstamos de otras lenguas debían ser obligatoriamente traducidos al castellano. Medida de una ignorancia y una puerilidad extremas, pues cualquier persona un poco instruida sabe que una lengua evoluciona, sin necesidad de echarse las manos a la cabeza, mediante préstamos de otras lenguas, en las que en ese acto solitario y supremo de creatividad al que aludíamos en algún fragmento melancólico anterior un ser humano, muchas veces un niño, decide nombrar algo con un nombre que previamente no existía. Momento fundacional. En realidad, como dejó escrito en el agua Hölderlin, todos tenemos nuestros dos segundos de estro poético en los que fundamos algo para toda la vida al inventar una palabra.
Otra cosa bien diferente es si un préstamo en concreto enriquece a una lengua, si es un ejercicio de pedantería y de autocomplacencia de quien lo importa y de los papanatas que lo imitan hasta que ya la palabra toma carta de naturaleza. Pero esa ya es otra discusión. El caso es que las lenguas tienen futuro porque se enriquecen y todo intento artificial de impedir su evolución es como tratar de ponerle puertas al campo.
En realidad, la medida a la que aludía al principio de estas líneas fue un mero brindis al sol, pues solo afectó por un breve lapso de tiempo a algunas palabras que tenían especial relevancia debido al cine anglo-norteamericano. Y se tomó la salomónica y patriótica decisión de que debían traducirse al castellano obligatoriamente, aunque el resultado fuera ridículo.
Bueno, creo que la purga que Atatürk mandó hacer de palabras de origen persa y árabe en el turco otomano fue de bastante mayor calado. El resultado fue que palabras con siglos de tradición en aquella lengua fueron borradas de los diccionarios y sustituidas por neologismos improvisados deprisa y corriendo que sonaban “más turcos”.
Volviendo a nuestro país, uno de los casos más esperpénticos fue protagonizado por la palabra cóctel (sí, el teclado del ordenador la acepta sin ningún titubeo). Hubo un momento en que la palabra recordaba su origen inglés, pues su ortografía era cocktail (que escribo en cursiva, pues el teclado me ha avisado de que esta palabra le suena rara). Pues bien a una lumbrera que indudablemente estaba familiarizado con la lengua de John Donne dio en españolizarla como “cola de gallo” (en los años 30 la palabra se solía escribir de esa guisa: cock-tail). Eran los tiempos en que Perico Chicote empezó a reinar en la Gran Vía y lo de tomar cócteles se convirtió en algo tan elegante que incluso pasó a denominar cualquier reunión social de fuste en la que se servían unas bebidas, las cocktail parties, en las que los invitados, como escuchamos a veces en los doblajes de las películas se echaban “unos tragos” al coleto. Bueno, pues no. La palabra, de origen francés, coquetier, no significaba “cola de gallo”, sino “huevero”, un tipo de copa que se asemejaba a las piezas en las que se tomaba un huevo “pasado por agua”.
Un farmacéutico de Nueva Orleans, Peychaud, aficionado a realizar tenidas masónicas en su rebotica, tuvo la idea de amenizarlas sirviendo bebidas de su propia cosecha sirviéndolas en ese tipo de copas. La bebida acabó tomando el nombre de la copa. Y desde los años 20 del siglo pasado ya pasó a designar a cualquier mezcla de substancias. Ya fueran frutas, angosturas, licores. O incluso explosivos. ¿Quién no ha oído hablar de ese cóctel tan explosivo ―literalmente― que lleva el nombre del más fiel sicario recadero de Stalin, el cóctel Molotov?