En un fragmento anterior de esta bitácora melancólica (Bendiciones) afirmábamos que no existe mayor bendición en la vida que la llegada de un hijo. En algunas culturas, un padre cuando le llegaba el final solía convocar a sus hijos y les bendecía. Un padre lo aguanta todo, hasta a los hijos pródigos, parábola bíblica (Evangelio de San Lucas, 15: 11-32) que no deja de ser una hermosa historia de redención. A lo que iba.
A una pareja de amigos míos los cielos, el altísimo o los dioses les han bendecido con un hijo. Una hija en esta caso. Que será cristianada (y supongo que cristianizada) como Olivia. Qué mejor regalo les podría hacer a esa niña y a esos padres felices que escribir unas líneas sobre las resonancias y significados que ese nombre siempre va a evocar. Resonancias etimológicas, mitológicas, cinematográficas. Incluso del mundo de los tebeos, pues no es secreto alguno que es una de mis moradas interiores.
Olivia procede del latín oliva, –ae, el fruto del olivo (Olea Europeae). El nombre de persona Oliva también existe, pero es menos común, y también lo encontramos como topónimo. Ese árbol y su fruto son endémicos en toda la cuenca mediterránea, desde el Cáucaso hasta las Columnas de Hércules, y ha sido llevado con éxito a otras latitudes, por supuesto con clima mediterráneo. Constituye junto con el trigo y el vino la tríada mediterránea y es una de las bases de la dieta homónima. Una rama de olivo, en el Mediterráneo, es un símbolo de buena voluntad y de paz; por ello la paloma de la paz lleva en su pico una rama de olivo. No sé si el origen de ese símbolo es que fue precisamente una paloma con una rama de olivo lo que le fue enviado a Noé para avisarle de que ya podía descender con los suyos y sus parejas de animales del Arca porque el Diluvio había terminado, puesto que había tierra firme en la que ya habían crecido olivos. Luego vino lo del Arco Iris con el que Yahvé prometió que ya no habría más diluvios. Aunque la historia de la humanidad ha estado colmada después de todo tipo de diluvios, sobre todo bélicos.
La Biblia está llena de referencias a los olivos, y allí continúa con todo su peso simbólico en Jerusalén, la ciudad santa de tres religiones, el Monte de los Olivos. En España a las olivas también las llamamos aceitunas, porque son el fruto del zeitun, el nombre que los árabes dieron al olivo.
Griegos y romanos reservaban las coronas de ramas y hojas de olivo a los vencedores. En los Juegos y en ese otro tipo de juego, un poco más serio, que es la guerra. Los victores o generales victoriosos recibían esa corona, la más importante de las condecoraciones. Y el pebetero de la llama eterna de los juegos olímpicos, al igual que en las iglesias, se rellenaba con aceite de oliva. Y como símbolo de la eternidad de Roma, los historiadores latinos nos cuentan que en el Foro Romano existían una higuera, una vid y un olivo.
Y ahora algunas referencias literarias y cinematográficas. Olivia es un personaje de Shakespeare en Noche de Reyes (Twelfth Night) y a un servidor le vienen a la memoria inmediatamente dos actrices llamadas así. En primer lugar, la hermosa y leal Melania, de Lo que el viento se llevó y la esposa de Errol Flynn/General Custer en Murieron con las botas puestas (también fueron pareja, cinematográfica, en Robin Hood, en El Capitán Blood y, no puedo olvidarla, La carga de la Brigada Ligera). Me refiero, los miembros de esta secta lo saben de sobra, a Olivia de Havilland (qué nombre, por favor, Olivia-de-Havilland), nacida en Tokyo en 1916 (no me pregunten por qué razón, porque no lo sé), quien aún vive; no así su hermana Joan Fontaine, quien falleció hace dos años. ¿Y quién de mi generación no conoce a Sandy, la ingenua muchachita que le da el contrapunto a John Travolta en Grease? Estoy hablando, es ocioso decirlo, de la belleza australiana Olivia Newton-John (1948. Y van pasando los años…).
Pero, conociendo a mi amigo como lo conozco, además de todas estas referencias ―y el indudable buen gusto de su esposa, que habrá sido determinante en la elección de nombre para su hija―, tengo para mí que al menos en una parte muy escondida de su cerebro hay una referencia que le evoca la infancia que a muchos tanto nos gusta recordar y que a veces lamentamos haber abandonado, o, para hablar con propiedad, que nos arrancaran de ella.
Creo firmemente que a mi amigo Gustavo se le ha pasado por las mientes en alguna ocasión como inspiración para darle un nombre a su hija Olive Oyl, para nosotros Olivia, la amada de Popeye el Marino, el héroe de los dibujos animados de nuestra infancia que luchaba incansablemente por el amor de Olivia contra la bestia parda de Brutus (Bluto en el original), ayudado siempre por último recurso, su poción mágica: el consumo sin tasa de espinacas que sacaba de su bote exprimiéndolo como si fuera un limón.
Evidentemente esto último es una broma. El nombre de Olivia es tan bello que ya no puedo imaginarme a esa niña, a quien aún no conozco, con otro nombre. Por la vida. Por Olivia. Por sus padres.
A través del maestro Hugo Pratt y de su personaje Corto Maltés, releyendo su obra me encontré una frase que no comprendía muy bien: “Todo es kismet”, empezé a buscar su significado y así fue como llegué a su morada, la cual ya nunca he podido dejar. Le escribo para darle mi más sincera enhorabuena por su trabajo, considéreme un fiel lector más de esa legión (que debería a mi parecer serlo) de la que habla en
La Melancolía Contraataca, espero impaciente su próximo artículo y por supuesto su libro.
Un cordial saludo, David.
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Querido amigo, no sabe cómo le agradezco sus palabras. Un fuerte abrazo.
Nicanor Gómez Villegas
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