Hoy, 11 de septiembre, además de otras cosas sin duda muy importantes, conmemoramos a santo Domingo de Silos, fundador del monasterio benedictino homómino sito en el norte de la provincia de Burgos. En homenaje a la onomástica del día, le dedicaremos hoy el artículo al fundador de la benemérita orden benedictina (a la que debemos, también, ese prodigio de la alquimia monástica que es el Benedictine ©)
Benito de Nursia eligió un lugar emblemático para el emplazamiento del primer gran monasterio de la orden monástica que fundó (un día nos extenderemos sobre un tema tan poco baladí como la diferencia entre una orden monástica, una orden religiosa y un instituto de vida consagrada o una agrupación de laicos). Obviamente quien escribió la regla (regula) que regulaba, valga la redundancia, todos los aspectos de la vida de los miembros de ese ordo, la primera de esa índole fundada en Occidente, inspirándose en las experiencias de vida monástica de Oriente, sobre todo las de la orden fundada por san Basilio de Cesaréa de Capadocia, la regla basiliana (unos estatutos que todavía organizan el monacato de las iglesias ortodoxas; pensemos en los cenobios, de koinos bios, “vida en comunidad” del Monte Atos o el legendario Monasterio de santa Catalina en el Sinaí).
Benito de Nursia, de impecable ascendencia senatorial, conocido en religión como san Benito (Benedictus en latín, Benedetto en italiano), fundó la orden que hoy en día lleva su nombre, con el acrónimo OSB (Ordo Sancti Benedetti).
Los esquejes de aquel primer olivo que plantó aquel visionario están aún vivos por todo el mundo. ¿Cómo no recordar en España el Monasterio de Santo Domingo de Silos, cuya advocación hoy conmemoramos, su legendario claustro, y hasta su ciprés, y hasta el poema que Gerardo Diego le dedicó?
La abadía madre de Montecassino sigue dominando la ciudad de Cassino, al sur del Lacio, en un monte que con toda seguridad tuvo mucha prehistoria sacra para los habitantes de la región ―probablemente un Templo de Apolo― antes de que Benito de Nursia lo eligiera como cuartel general de su orden hacia mediados del siglo VI.
Pero lo que allí queda ahora es, a parte del genio del lugar, un escenario de poco cartón y mucha piedra, reconstruido (como Varsovia, como Frankfurt, como Colonia, como Amsterdam, como Hamburgo, como tantas ciudades europeas arrasadas hasta sus cimientos por el vendaval de la Segunda Guerra Mundial).
La historia es conocida, el mariscal Kesselring (un mariscal de la Luftwaffe, es decir de la fuerza aérea alemana) eligió la augusta abadía de Montecassino (que era a su vez reconstrucción de anteriores fábricas, echadas abajo por saqueos o incendios) como El Álamo de la Wehrmacht antes de Roma. El resultado fue una crudelísima ―y larguísima― batalla en la que participaron alemanes, miembros de las Waffen SS, aquel visionario proyecto de integración europea (es una ironía: no me apliquen la Reductio ad Hitlerum) de un lado, y norteamericanos, británicos, soldados de la Commonwealth Británica (Churchill prefería decir British Empire), canadienses, australianos, indios (musulmanes, sijs, hindúes, parsis), franceses, goumiers marroquíes, spahis argelinos y tunecinos, tirailleurs senegaleses, incluso brasileños, del otro.
Pero, sobre todo, Polacos. Miles de Polacos del legendario 2º Cuerpo Polaco, que durante los 123 días que duró la batalla regaron con su sangre las colinas que rodeaban la abadía, como luego harían con el patriotismo que les caracteriza (y la locura polaca y el quijotismo anejas a él) a partir del 1 de agosto de 1944 en la batalla de Varsovia. Powstanie Warswaskie.
Esa gesta necesita un Orfeo sarmático que la cante. Como el peregrino de Mickiewicz, un contador de batallas entre dos eternidades, en un nuevo avatar: el de un vate de la nación polaca, pero sin dejar de ser nunca el primer Orfeo/vadeando con sus cantos entre la vida y la muerte.
Un peregrino de la nación polaca, por elección no por nacimiento, aunque tal vez por destino, como el poeta de Mantua acompañó al general Anders en su nuevo descenso al infierno: el campo de batalla de Montecassino.
Ese Orfeo sabe mucho acerca de atravesar los desiertos cantando para encantar a los monstruos del Tártaro y a los dioses infernales. Y su infierno más frecuentado, el de las batallas que enrojecen el suelo con la sangre derramada. Las Termópilas, Zama, Agincourt, Rocroi, Viena, Balaklava y, al final, Montecassino, pues como el general Patton, que creía firmemente en la reencarnación y afirmaba haber estado en todas ellas, Orfeo peregrina de batalla en batalla con sus cantos de vida y muerte, entre la vida y la muerte.
En su avatar sarmático pasó el desierto cantando con la arena de Montecassino filtrándose entre los dientes: el destino de los mejores, de los puros en el sueño y la vigilia, como en su momento el polvo de los arrabales de Viena azotó el rostro de un húsar de Sobieski o el barro de una zanja holandesa cubrió la faz de un paracaidista de Sosabowski en Market-Garden.
En una inscripción en el cementerio militar polaco de Montecassino, donde descansaban para siempre sus soldados caídos en el campo de batalla se puede leer: Nosotros, soldados polacos, /Por nuestra libertad y la vuestra, /Hemos dado nuestras almas a Dios, /Nuestros cuerpos al suelo de Italia, /Y nuestros corazones a Polonia.
El general Władysław Anders regresó definitivamente desde el exilio londinense a Montecassino, donde descansa junto a sus antiguos camaradas de armas que le siguieron, en aquella Anábasis a la que volveremos, hasta la muerte y más allá. Desde Siberia y el Turkestán, hasta Persia, Egipto y, finalmente, Italia, donde Jan Henryk Dąbrowski (1755-1818), que mantuvo viva la grande illusion polaca, cuando su nación fue borrada de la faz de la tierra. Del mismo modo que sucedió en 1939 cuando El Tercer Reich y la Unión Soviética volvieron a hacer lo mismo. Mientras nosotros vivamos/Polonia no morirá. Y así lo creyeron, y obraron en consecuencia, aquellos miles de valientes: huyendo de la tiranía, los primeros en luchar contra ella.
Anders regresó a descansar a una tierra que juzgaba, con justo título, tierra polaca, para dormir en ella el sueño perpetuo del que nos habló Catulo: Los soles pueden morir y renacer,/una vez que muera una breve luz para nosotros,/una única noche eterna nos queda dormir. O los versos amados de Marvell: Let us roll all our strength and all/Our sweetness up into one ball/And tear our pleasures with rough strife/Thorough the iron gates of life:/Thus, though we cannot make our sun/Stand still, yet we will make him run.
Polska Walcząca. Poland first to fight.Orpheus et Miles sarmaticus, requiescat in pace.