Italia!, oh Italia! thou who hast /The fatal gift of beauty
Así dejó escrito Lord Byron en el agua, una marca en el agua: la eternidad, su supremo homenaje a Italia. Y a la belleza. O a la belleza y a Italia, que al fin y al cabo es una ecuación, como lo fueron para John Keats, otro inglés enamorado de la belleza y de Italia, quien también vivió deprisa y murió joven (en lo primero no hasta los extremos de Lord Byron), la belleza y la verdad.
Terenci del Nilo, Ramón Moix Meseguer para el registro civil, tomó prestado ese verso y medio de Las peregrinaciones del Joven Harold y lo tradujo como El amargo don de la belleza —que, todo hay que decirlo, tiene mejor prosodia que la traducción literal que da título a este pecio— para otra entrega de sus Episodios Nacionales sobre Egipto, la gran pasión de su vida.
Eso sí, en el epígrafe inicial del libro, donde Terenci Moix cita, parcialmente, el verso y medio de Byron, el muy cuco no nos dice que el exagerado vate británico se refería a Italia, la tierra de la belleza, de la grande bellezza, los santos lugares a los que peregrinan a tomar las aguas los enfermos crónicos de esas dos enfermedades mortales de necesidad: la belleza e Italia, de quien nos habla (de los filohelenos ya hablaremos otro día) en su bellísimo libro María Belmonte (Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia, Acantilado).
Aunque no he leído la novela (me refiero a El amargo don de la belleza), sé que termina mal, pues los protagonistas son Amenhotep/Amenofis IV, que se empeñó en que todo el mundo debía denominarlo Ajenatón y en enfrentarse al Establishment sacerdotal —y qué caro lo pago. Él si que topó con la Iglesia— y su bella mujer, Nefertiti, cuyo bellísimo busto descansa no en el Museo de Pérgamo de Berlín, como, yo creía a pies juntillas, sino en otro museo anejo, especializado en Egipto.
La única persona que conozco que lee egipcio jeroglífico, el polímata, escritor y trujimán (no es un denuesto, ¿eh?, significa “traductor”; en su caso de veinte lenguas veinte diferentes) Jesús Pardo, mi principal asesor en asuntos del Nilo, me contó hace años, dibujándome, para mi envidia y reconcomio, el consiguiente jeroglífico, que la bella Nefertiti no era de estirpe egipcia, que llegó como obsequio desde el Norte, tal vez desde el Reino de los Hatti (los Hititas, para entendernos) y que su nombre significa precisamente “La belleza que viene de lejos” (Nefer-ti-ti).
La cosa, pues, sigue yendo sobre la belleza, y su don amargo, fatal, sobre su peso (The Burden of Beauty, un topos de la revolución poética petrarquista —Italia, siempre Italia—, especialmente presente en los sonetos de Shakespeare), sobre La condenada belleza del mundo, de la que nos habló Luis Martín-Santos. Otra estrella fugaz, no sé si enamorado de la belleza, pero sí empecinado en vivir deprisa y morir joven. Y vive Dios que lo logró.
Tengo una pasión cronorresistente (en el caso de Moix, más que una pasión, era una religión; tal vez mayor que su pasión egipcia) por contemplar una y otra vez fotografías en blanco y negro de estrellas femeninas del Hollywood de los 30, los 40, y los 50. ¿Mi tríada capitolina, mi Trinidad? Ava Gardner, Gene Tierney (quien hizo en Sinuhé el egipcio de bella, que lo era hasta decir basta, de egipcia y de mala) y Vivien Leigh (quien hizo de Cleopatra y como nos cuenta TM en sus memorias —no sé por qué razón, pero últimamente me acuerdo mucho de él— verla en el cine y surgirle la mitomania egiptológica y cinéfila fue todo uno).
Las tres, además de tener el cabello negro y los ojos verdes, tuvieron algo más en común. Eran demasiado bellas, no fueron demasiado felices. Las tres tuvieron que soportar the burden of beauty, el don fatal de la belleza. El amargo don de la belleza. Que la tierra les sea leve. La eternidad es suya.
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