[Este artículo fue publicado en una versión más breve con el título La Marcha Dombrowski o el orgullo polaco en la sección de opinión del Diario Montañés en Santander el 3 de agosto de 2015]
Que los eventuales lectores polacos de este artículo me perdonen por el barbarismo de adaptar a nuestra fonética el apellido de uno de los héroes de su panteón nacional: Jan Henryk Dąbrowski (1755-1818).
Entre los ríos Oder y Vístula se estableció a principios de la Edad Media un pueblo eslavo que tomó su nombre de la palabra pole, que significa en eslavo antiguo “campo”. Pole dio lugar al gentilicio poliak y al nombre del país, Polska, que a través del latín llegó hasta nuestra lengua, donde está documentado desde el siglo XIII en el libro anónimo de Los siete sabios de Roma, como Polonia. Qué aburrida hubiera sido nuestra vida si no hubiera existido Polonia, sin su historia llena de gestas, sin su literatura, sin la alegría de vivir y el profundo amor que los polacos sienten por su tierra.
Nuestras relaciones con Polonia no han sido demasiado intensas, excepción hecha de algunos viajeros polacos que nos visitaron (como el autor de la interesantísima novela, precursora polaca del género de la novela gótica, El manuscrito encontrado en Zaragoza), porque España para ellos era tan exótica como para los españoles de los siglos XVII y XVIII lo era Moscovia o aquel legendario y lejanísimo reino de Polonia, donde Calderón ambientó La vida es sueño –del mismo modo que Shakespeare ubicó la acción de Trabajos de amor perdidos en el Reino de Navarra–; por esta razón uno de los monólogos más conocidos –y universales– de nuestra literatura lo pronuncia en la soledad de su celda un príncipe polaco de nombre Segismundo, nombre tradicional en las casas reales de Polonia “¿Qué es la vida? Un frenesí./ ¿Qué es la vida? Una ilusión,/Una sombra, una ficción,/y el mayor bien es pequeño;/que toda la vida es sueño,/y los sueños, sueños son.”
Pero también hay recuerdos del período de la Guerra de Independencia, en el que las relaciones no fueron precisamente amistosas. Episodios como el de la carga de la Guardia Noble Polaca en la trágica jornada del Dos de Mayo de 1808, la carga suicida de Jan Kozietulski y sus lanceros en la batalla de Somosierra o el ardor guerrero (y la crueldad) de los soldados polacos en los Sitios de Zaragoza no contribuyeron precisamente a dejar en la memoria colectiva un buen recuerdo de los polacos en España. Vamos, no llega a los extremos de la amarga memoria de la furia española en Flandes, pero así, así.
En una memorable película de Andrzej Wajda, Popioły (“cenizas”, basada en una novela histórica de Stefan Żeromski), en la que se narra la epopeya de la grande illusion de los jóvenes polacos que se alistaron en las legiones de Jan Henryk Dąbrowski para combatir por Napoleón y Francia en toda Europa (e incluso en el Caribe, en Haití) con la esperanza, la gran ilusión, de “Polonia no morirá/mientras nosotros estemos vivos”.
A Dąbrowski (junto con otros héroes patrios y también al propio Napoleón) su patria lo honró incluyéndolo en su himno nacional, una mazurka, la Mazurek Dąbrowskiego (pronúnciese “Dombroskiego”, Marz, marz Dąmbrowski). No recuerdo las palabras exactas, pero hay en la película un diálogo inolvidable entre los dos protagonistas, dos lanceros de Napoleón, que acaban de asaltar a sangre y fuego un convento en el sangriento asedio de Zaragoza. Uno de ellos, lleno de desilusión y amargura, confiesa a su compañero que no sabe qué están haciendo en ese país (España), tan parecido al suyo: de su misma religión, con su misma pasión por la independencia y por la libertad. “Estamos masacrando a unos valientes que luchan por lo mismo que luchamos nosotros: recuperar su libertad”.
Javier Rupérez, Embajador de España, escribió hace años una magnífica tercera en el diario ABC poniendo como chupa de domine la esterilidad de determinado tipo de actos conmemorativos que so capa de estrechar lazos con antiguos adversarios hacen tabula rasa de la historia y acaban mezclando churras con merinas. Rupérez hacía referencia a una conmemoración del dos de mayo en la que a alguna eminencia de nuestro Ministerio de Defensa se le ocurrió invitar a representantes de los ejércitos de las naciones que participaron en nuestra Guerra de la Independencia (polacos, portugueses, británicos, franceses), eso sí, siempre hay que pensar en la oferta turística y en el cambio de la guardia, con uniformes de época. Todos juntos, en unión y armonía.
Contemplar un partido de fútbol en el que juega la selección polaca y ver a toda la afición ponerse en pie y corear con emoción su himno nacional unánimemente no deja de producirme una cierta melancolía. O, por qué negarlo, creo que un legítimo enfado- Después del espectáculo lamentable de la falta de respeto con la que, también unánimemente, las dos aficiones del Athletic Club de Bilbao y el Fútbol Club Barcelona (dos clubes por los que sentía aprecio, en especial por el primero y por su afición, otrora la más entendida de fútbol y respetuosa de toda España. Qué tiempos, cuando el “Athletic”, o peor dicho “El Bilbao”, era tan popular en toda España como el Real Madrid…) silbaron al Jefe del Estado y al himno del país del que aún son ciudadanos, aunque uno nunca haya sido un forofo ni de un equipo de fútbol, ni de himnos ni de banderas, ni especialmente apegado a la propia patria ni a sus himnos ni a sus banderas (cambiamos de modo inquietante de ella de vez en cuando), suscita una comprensible envidia una nación, no me lo negarán, que tiene un símbolo tan poderoso que une a sus ciudadanos, más allá de ideologías o de otros sentimientos de identidad, y que les recuerda siempre que escuchan (y cantan, llenos de respeto y de legítimo orgullo) su himno nacional su azarosa pero vibrante historia.
Esos símbolos han permitido precisamente a los polacos superar épocas muy negras de su historia. Un pueblo que vio como su estado desaparecía del mapa europeo, sojuzgado por rusos, nazis y por último soviéticos (nacionales y del vecino del Este; mala geografía la de Polonia…) siempre pudo encontrar un refugio, legítimo, en esos símbolos: su bandera blanca y roja (biały i czerwony), y la marcha de uno de sus héroes nacionales, Jan Henryk Dąbrowski. Cuando el patriotismo no es desprecio por lo ajeno o por lo que no se considera como propio, sino respeto y devoción por lo propio. A veces, para amar la humanidad es preciso amar antes a la propia patria y conocer su historia.