Sí, la melancolía contraataca. O regresa. O llega de nuevo con septiembre, como adelanté en el asiento de esta bitácora con el que me despedí —por barbecho estival— el 1 de julio (Los Mares del Sur) de mis fieles pero escasos lectores, mis semejantes, band of brothers, aunque no puedo decir que sean legión, como respondería Lucifer (“el portador de la luz”). ¿Y eso qué importancia tiene?
En aquel artículo en el que me despedía hasta septiembre amenazaba con volver. Y las amenazas, si son tales, hay que cumplirlas. El emigrante del mezzogiorno del poema de Salvatore Quasimodo se resigna a no volver. A no volver al Sur. Hacia donde, a pesar de llevar tanto tiempo en el Norte de Italia, su corazón seguía enquiblado. Como lo sigue el corazón de quien esto firma, soñando con El Reino del Ocaso, bazares, zocos y casbas lejanas, meridionalmente lejanas, como el desierto de Libia y la cueva de los nadadores del Conde Almásy.
Pero, puestos a ser sinceros, tengo que decir que la melancolía, en realidad, ni vuelve, ni regresa, ni mucho menos contraataca. Porque nunca nos abandona. Tampoco en esta migración anual al Norte profundo del que un día me fui, no al Sur, sino al mare internum, cada año un poco más nostrum, que es ese rompeolas de todas las Españas enclavado en mitad del altiplano (seamos más rigurosos: La Meseta) que es Madrid. Aquell Madrid tibetà del que habló con un poco de suficiencia mediterránea y barcelonesa el gran Josep Maria de Sagarra.
Cuando termina el verano muchas aves emigran a África. Y luego estamos otras aves que nos vamos resignando a no emigrar a África, a no navegar nunca hacia los Mares del Sur, entre otras cosas porque a uno siempre se le han dado mal las artes de la mar. Uno es del Norte Profundo, pero del norte interior, del verde valle que no ha perdido su verdor, de la tierra de mis mayores, atravesada por un río de pequeño recorrido, que se seca en el estío y que va a morir al Paraíso. Al Paraíso del Pas, donde siempre encuentro un refugio, como lo sigo encontrando —siempre, como la sombra de un roble— aguas y peñas arriba. Ese río va hacia el mar, que, como nos recordaba Jorge Manrique, es el morir.
Llega septiembre y regreso a la diáspora madrileña, pero no como un exiliado. Simplemente como un transterrado. Allí donde uno tiene los libros, decía el Capitán Burton, se encuentra su hogar. Y, me permito añadir yo, donde uno planta su jardín de rosas. No. La melancolía no regresa porque nunca se fue, porque nunca toma vacaciones; porque ningún paisaje del alma toma vacaciones. Y la melancolía, mucho menos.
En este verano he soplado sobre algunas brasas que parecían, o me parecían extintas; un buen amigo me ha dado la gran oportunidad con la que soñaba: un micrófono y una tribuna desde la que hablar de Atatürk, de Venizelos, de Enver Pasha, de T.E. Lawrence, del Baron Ungern-Von Sternberg, del Almirante Kolchak, del Barón Wrangel, de la Caballería Roja y de Tuchachevsky, de la caída de Constantinopla, de los Jenízaros, de los Bashi-Bazuk, de Mehmed II, de Constantino XI, de la campaña de Palestina y de la del Cáucaso, de los Cañones de Agosto y de los menos ruidosos de Septiembre, de la Operación Némesis. En fin, de mi mitología personal. De aquello que me constituye y la materia de la que están hechos los sueños; los míos al menos.
He dedicado horas de soledad gozosa a leer sobre el sitio de Rodas, el de Malta, la batalla de Lepanto, de la toma de La Meca, de Bagdad y de Jerusalén, la caída del Imperio Otomano y de la Casa de Osmán. Y empecé unos días antes del 29 de agosto a conmemorar el primer centenario de Ingrid Bergman viéndo por primera vez Notorious en una pantalla de cine con inmejorable compañía.
Decíamos ayer. Me encantaría decir que legiones de lectores me han pedido encarecidamente que reúna estos pecios dedicados a las palabras, a la historia y, sobre todo, a la historia de las palabras y su papel capital en la configuración de nuestra cartografía personal, en un libro. Pero no estaría diciendo la verdad. No obstante he tomado la decisión de agavillar estas historias de palabras en un libro que se titulará Microrrelatos léxicos. Esta labor y este afán serán el antídoto o veneno en dosis homeopáticas que me permitirá enfrentarme al sol negro de mi vieja amiga la melancolía, cuyo placer, además de permitirme en ocasiones oir el galopar de unos caballos en el pecho, siempre me arrebata, como diría Silvio Rodríguez. O llama a rebato (hermoso arabismo, que viene de La Rábida).
Para terminar, un recuerdo de un buen amigo que me ha enseñado a su manera discreta muchas cosas en la vida. ¿Qué recuerdo? Su fotograma favorito de su película favorita de su director favorito. Se trata, es ocioso decirlo, de uno de los planos finales de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), la magistral película de John Ford en la que con este plano rinde el homenaje más hermoso que conozco a la melancolía. La del héroe que una vez cumplida su misión tiene que irse. Pero no para regresar a un hogar lejano, pues ese hogar no existe (¿o tal vez sí habrá un lugar lejano —¿lejos de dónde?— en el que ayudar al débil contra el fuerte? Eso sí: discretamente). A ese héroe, a Ethan Edwards, nada le queda en la vida, ni siquiera el sable de una guerra en la que lucho y perdió. Sólo le resta su dignidad y un discreto pero elocuente gesto de amor propio, agarrándose con una mano su propio brazo antes de partir.
John Ford y John Wayne sabían muy bien lo que es la melancolía.