Carlos Villar Flor es un profesor de literatura inglesa quinto y paisano mío, que además escribe novelas como Calle Menor. La fórmula no es nueva. Otros profesores, con mayor o menor fortuna, la han puesto ya en práctica. Me viene a las mientes el caso de David Lodge, un teórico de la literatura que escribe novelas ambientadas principalmente en el mundo universitario que han tenido un gran éxito; su receta, a simple vista, no es demasiado sofisticada, pero se ha probado eficaz: aplicación, en apariencia inmisericorde, de su mirada sobre un microcosmos que conoce a la perfección, sólida arquitectura narrativa y una excelente caracterización de los personajes. Carlos Villar, mutatis mutandis, ha conseguido, en mi opinión, unos resultados análogos. Como él mismo apuntó en una entrevista, su propósito fue escribir una tragicomedia provinciana, pero tuvo el coraje de retratar dos ambientes que conoce de primera mano: la caverna universitaria y el mundillo de la pomada literaria de una ciudad de provincias. Alguien en la novela atribuye a Dámaso Alonso la siguiente sentencia: “Nadie conoce del todo la maldad del corazón humano hasta que no trabaja en la Universidad”. Maldad, sí, pero sobre todo mediocridad y fracaso, podría añadir quien haya leído Calle Menor.
Nuestro autor posee un excelente oído para reproducir en los excelentes diálogos de la novela las germanías académicas y las jerigonzas de las subrepúblicas de las letras municipales, con sus revistas y sus inefables tertulias, sin que falte el Moisés de turno dispuesto a conducir a su rebaño hasta la Tierra Prometida de la gloria literaria. Tampoco faltan en la novela las algarabías de la morisma juvenil, en particular en sus ritos finisemanales, con el inestimable concurso de la piedra filosofal de la ingesta sin tasa de alcohol de ínfima calidad. A este respecto, el descensus ad inferos en la noche de Lontana de Oria Carrera, la heroína de esta novela, con su particular Virgilio, es uno de los episodios más logrados del libro.
Todo novelista, sobre todo si es primerizo, tiene de una manera u otra que recurrir a sus propias experiencias, aunque sean vicarias, para construir a sus personajes. Es encomiable que Carlos Villar haya elegido como protagonista a una mujer. Ha optado por lo más difícil, pues retratar a un joven profesor universitario que trata de hacerse senda en el corazón de las tinieblas académicas hubiese sido una empresa mucho menos ardua. Yo sólo puedo decir que Oria Carrera es un personaje femenino tan logrado que sorprende que haya salido de la mirada y la escritura de un hombre.
En la economía interna de la novela tiene un papel importante la noción de fracaso y su contrapeso, la justicia redistributiva, lo que los antiguos y Martha Nussbaum denominan Justicia Poética. Algunos lectores, al menos este lector, podrían afirmar, como un personaje de una novela a la que Carlos Villar hace varios guiños a lo largo de Calle Menor, “He estado aquí antes”, es decir, este mundo que el escritor ha recreado y ha puesto delante de mis ojos me es propio, no me es ajeno. Pero quien ha llevado a cabo estar tarea ha tenido la virtud de hacerlo sin caer en el tópico. Las peripecias de algunos personajes inolvidables como Lisardo Gibaja, “veterano del Vietnam universitario”, Colo Teredo, y aun Aurelio Ducrox, el favorito de la fortuna embarcado en su personal cruzada contra el spleen que sufrirá su inevitable Némesis, nos recuerdan hasta cierto punto a algunos de los personajes de la Tierra Baldía cómica de las primeras novelas de Evelyn Waugh, de cuya obra pocas personas saben tanto como Carlos Villar. Pero existe una diferencia de peso: en esta combinación de lo cómico y lo trágico que es Calle Menor, el autor no deja en manos del lector la satisfacción o la insatisfacción de los ultrajes morales que la trama de la novela va aportando, sobre todo la ordalía a la que es sometida la joven profesora de Latín. Carlos Villar, al contrario que Waugh, no permanece en la superficie, nos ofrece información estratégica sobre los pensamientos y las emociones de sus personajes. El conjuro a veces funciona, y el lector puede sentir los efectos de la justicia poética, e incluso hacerse cómplice de ellos; que ante el desamor, la soledad, la humillación y el fracaso podemos experimentar el milagro de la piedad e incluso atisbaren en un horizonte muy lejano, cruzado un puente también muy lejano, lo último que quedó en la Caja de Pandora: la esperanza.
Carlos Villar, en mi opinión, y a modo ya de conclusión, ha conseguido con su primera novela varios logros importantes. Calle Menor es una novela muy bien escrita y goza de una sólida estructura argumental y narrativa. Además, y no es poco, logra entretener al lector. A uno sólo le resta añadir que subscribe una de las tesis del autor: debemos procurar que la esperanza nos haga llegar más lejos que nuestro miedo o nuestra desesperanza, y precisamente con Lisardo Gibaja, cifra de esta última tribulación moral, concluye prácticamente la novela: “Hoy, decididamente, rezaría. Tras tantos años de no hacerlo, el día de hoy sería propicio. Por ella, por él, por los pobres humanos. Porque el mundo se extinguiera pronto y la vida recomenzara de nuevo, desde cero, a ver si había más suerte.”