La pérdida de la patria (Heimatlösigkeit) es una experiencia que suele hermanar a los hombres. Cómo no iba a hermanar a dos escritores austrohúngaros de origen y formación dispares, que añaden a su condición de judíos la de transterrados,la palabra que preferían se les aplicase muchos de los españoles del exilio republicano en México. Pero esa es otra patria perdida sobre la que volveremos en otra ocasión. Es sabido que la pérdida de la patria es una de las variaciones más recurrentes sobre el tema del Finis Austriae, pero la Heimat (“patria”) de Joseph Roth y de otros judios de la Ostjudentum, el judaísmo oriental, no es la misma patria pérdida de la que Stefan Zweig habla en sus memorias, El mundo de ayer. Memorias de un europeo. En este artículo intentaré delimitar en que estribaba la pérdida de cada uno. Si la vida es un caminar hacia la despedida final jalonado de pérdidas, hay algunos humanos que pierden demasiado. Joseph Roth y Stefan Zweig perdieron no sólo su pasado, perdieron la recreación utópica de su pasado, su propia Arcadia austro-húngara.
El Réquiem de Stefan Zweig, al contrario que el del epigonal miembro de la saga de los Trotta, el protagonista de La Cripta de los capuchinos, no tiene como destinatario el panteón de los emperadores de la Casa de Austria de la Kapuzinergruft, el lugar donde hace poco recibió con un ritual conmovedor, de otro tiempo, el último morador al que dará descanso eterno, el Archiduque Otto de Habsburgo. El destinatorio del réquiem de Roth es otra tumba, pero un sepulcro tan vacío como el de Karl Graus, el gran notario del Apocalipsis vienés, quien afirmó: “Mein Grab ist leer” (“Mi tumba está vacía”).
La tumba ante la que Stefan Zweig pronunció su panegírico es la de una civilización irremisiblemente extinta, una arcadia conservadora que tal vez sólo existió en la mente de un escritor sediento de seguridad y armonía. Hermann Broch sitúa hacia 1880 el comienzo del Apocalipsis que se abatió definitivamente sobre Viena tras la derrota en la Primera Guerra Mundial. A partir de aquel año, la capital del Imperio habsburguico se convirtió en el centro de unos valores anclados en el vacío. Como rezaba el estribillo de un vals: “Te venero, Viena, firme como una roca, ligera como un junco”.
La gran literatura austriaca, estudiada magistralmente por Claudio Magris, puede ser considerada un Réquiem de esa civilización asentada en el vacío y herida de muerte. Los supervivientes del colapso del Imperio tienen algo en común con los hombres póstumos de los que habló Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia y El crepúsculo de los ídolos, sobre los que ha escrito magistralmente Massimo Cacciari; tienen algo de fantasmas, de portadores de múltiples máscaras. Sólo la distancia, la lejanía, pero una lejanía cósmica que no tiene un verdadero punto de referencia parece ser el único destino para estos hombres.
“Quien mejor ha expresado el amor a la patria no ha sido quien celebra bárbaramente el terruño y la sangre, olvidándose de que ésta es siempre mestiza, sino quien ha tenido la experiencia del exilio y de la pérdida y ha aprendido de la nostalgia, que una patria y una identidad no se pueden poseer como se posee una propiedad”.
Stefan Zweig hubiera podido suscribir al final de sus días esta afirmación de Claudio Magris. La experiencia del exilio y del desarraigo fue tal vez la que dejó una impronta más profunda en su vida. Su destino fue en cierto sentido paradójico. Si bien estuvo atento a la cultura y a la tradición hebreas, fue esencialmente un laico e ilustrado gentilhombre vienés. Pero al final de sus días, cuando redactaba sus memorias, Stefan Zweig tenía mucho en común con el judío oriental apátrida, con alguien como su amigo Joseph Roth, a quien recordará en sus últimas horas. Zweig terminó sus días como un judío oriental, carente de patria, de un punto de referencia del que poder considerarse cerca o lejos.
El alma de la Austria Felix (curioso: con ese epíteto denominaban también los romanos a su provincia de Arabia, que no coincide geográficamente con el reino de la familia Saud) tal vez residió en el Shtetl del judaísmo oriental, en las comunidades de judíos ortodoxos de Galitzia, de Bukovina, de los confines orientales de la monarquía dual. Aquellos hombres fueron quienes más perdieron con la desaparición de El Mundo de Ayer. Más incluso que las elites judías ilustradas y secularizadas que había hecho un colosal esfuerzo de integración en las sociedades urbanas de las ciudades del imperio austrohúngaro.
Es una paradoja que tantos judíos asimilados compartieran el mismo destino de exilio y desarraigo. Como Stefan Zweig, quien murió aferrado a una idea de Europa hecha a su propia medida, paliativo de su propia Heimatlösigkeit. La de alguien que, de haber sobrevivido a la catástrofe, creo que hubiese sido merecedor –como ha dicho José María Lassalle a propósito de Paul Morand– del título de “viudo de Europa”.
“Y sabía que una vez más todo estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar a ella!”.
Pero Zweig no llegó a conocer el año cero de Europa, pues junto con su esposa en Petrópolis, en Brasil, en el Nuevo Mundo, decidió marcharse de un tren a toda velocidad descarrilado, de un mundo que no entendía, que no podía entender, que no quería definitivamente entender. Ello le evitó muchas cosas, entre otras ver el final del túnel y la parada final para su pueblo, que terminaba en Auswitz, en Treblinka, en Majdanek, si es que el pueblo judío era su propio pueblo.
En una vieja historia de los judíos de Europa oriental –de la que Claudio Magris tomó el título de uno de sus primeros libros, consagrado precisamente a la literatura judía de Europa oriental– dos viajeros se encuentran en una pequeña ciudad de los confines orientales del Imperio Austro–Húngaro. Uno le pregunta al otro hacia dónde se dirige. La respuesta que obtiene es: “A América del Sur”. “¡Ah!”, replica el primero, “te vas muy lejos”. A lo que el otro, con gesto asombrado, respondió: “¿Lejos de dónde?”.
A esa misma América del Sur se dirigió Stefan Zweig al final de sus días un destino, al final, análogo al de Joseph Roth en París hacía una lejanía sin punto de referencia, el único destino de los desarraigados, de aquellos a quienes incluso se les ha arrebatado la posibilidad de entonar el amargo son del nostos, del recuerdo emocionado de la patria perdida. Aquella a la que Ulises, después de un largo viaje, pudo regresar. Hereux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage.